El encargo inicial al primer grupo de escultores había llevado a crear un planeta con una forma perfecta. Una inmensa esfera estática en el espacio.
Millones de años más tarde, un demiurgo, cansado ya de tanta perfección geométrica, imaginó la posibilidad de imprimirle algo de movimiento.
Las siguientes generaciones de escultores que se dedicaron a la tarea, unos más barrocos y otros más cinéticos, después de muchas cavilaciones, errores y ensayos, acertaron a dar con los movimientos de rotación y traslación, con lo que la Tierra ya casi parecía algo.
Pero los representantes de los dioses no quedaron muy convencidos del invento y esta nueva creación les pareció de nuevo insuficiente.
Otra nueva escuela de escultores, más dinámicos que las anteriores, consideró que le vendría bien al astro una actividad interior, una especie de vida geológica; así añadieron placas tectónicas deslizantes, terremotos, cordilleras y montañas gigantescas, volcanes, océanos, mares, continentes, islas y archipiélagos; incorporaron también atmósferas y gases, vientos y brisas del este, erosiones y nubes de todos los tipos afortunados; incluso incluyeron deliciosos arcoiris que, seguro, tenían que gustarles a los nuevos asesores de los dioses,
No fue así y una nueva corriente de escultores vitalistas encargada de la obra decidió que la vida tenía que aparecer en el planeta, que debía evolucionar y que todo debería interactuar simultáneamente a todos los niveles, tanto físico como químico, biológico, geológico…
Pero tampoco convenció esto a los dioses, preocupados como estaban más por el porvenir de sus deseos que por el diseño acertado de un planeta habitable.
Una corriente de escultores, los más atrevidos que encontraron, imaginaron la posibilidad de introducir seres humanos por todas partes y el resultado empezó a gustar a todo el mundo; incluso los dioses estaban más entretenidos, algunos parecían asombrados, admirados por tanto atrevimiento, intrigados.
El movimiento de escultores del humanismo avanzado recomendó introducir útiles y herramientas y así empezaron los humanos a recolectar, a cazar, a pescar, a vivir en cavernas y a pintar maravillas, a construir chozas, a crear poblados, después domesticaron animales y sembraron plantas y ya llegó el turno de las ciudades, de las monedas y de la escritura, de contemplar colibríes, de navegar, de fabricar ruedas, de explorar territorios, de escribir y leer, de imprimir, de entender el mundo y también llegó el tiempo de las máquinas, de los viajes y de las comunicaciones.
Los dioses, algo asustados, no sabían cómo parar estas tendencias tan atrevidas de un arte tan contemporáneo.
Encargaron entonces la empresa a algunos representantes de las últimas corrientes más experimentales en escultura, que se atrevieron a destruir ecosistemas, seres vivos, humanos e ilusiones; lo llamaron sistema escultórico inhumano, arte de libre creación de obras y mensajes, de aceptación de anticonceptos, de antitierras, de ansiarte, de antiescultura antiplanetaria…
Y los dioses, obras de otros escultores y arquitectos, a los que a lo largo de la historia antigua se les había llamado filósofos y teólogos, decidieron con buen criterio, suspender el experimento y dejar las cosas como estaban.
Y estaban bien la forma esférica, los movimientos astronómicos y algunos geológicos, la multiplicidad de la vida, la diversidad de la naturaleza humana, la increíble generación de hiperculturas conectadas; también estaban bien el amor y el cuidado, la atención y la alegría, la risa, la inteligencia y, sobre todo, que nadie sufriera.
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