De todos los dioses que imaginas, los que se fueron a las nieves más altas en el peor día, son los que perviven en la memoria.
En el primer nivel de su ausencia había que elegir la opción más dura, teniendo claro que no se admitía el recuerdo melancólico desesperado, la soledad doliente, el silencio amargado... no se admitía el duelo que hace daño. Olvidar como si nada ni nadie hubiera pasado, como si el infinito no hubiese tenido importancia, la segunda alternativa, tampoco era admisible.
De aquel pretérito tan pluscuamperfecto unos insistían en que fue pasado, otros afirmaban que era perfecto.
Los más atrevidos entre los intrépidos, los más decididos y valientes, eligieron el día más duro del invierno para dirigirse hacia la máxima altura, para celebrar la humanidad con las montañas, para ser y no ser a la vez, en el alto silencio blanco, vocación suprema de los altivos inconscientes.
Pero saber, lo que se dice saber, no sabíamos si cada día tenía que llenarse de palabras, de silencios o de gestos inclementes. No mejoraba nada sonreír, pero nuestra religión era alegre, feliz y placentera aunque no hubiera motivo; sabiendo que tampoco así alcanzaríamos nada.
De todos modos preferíamos ser absurdamente alegres que tristes nigromantes recluidos en obscuras cavernas.
Hubo épocas en que construir era situar a los dioses en lo más alto de las pirámides, los frontones y las torres; después se eligieron decoraciones más simétricas y ornamentales. En estos tiempos se cree que los dioses minimalistas se conforman con líneas rectas, con cajas, con prismas y poliedros más o menos regulares.
Se dice que los tiempos cambian, pero no cambian, los que se transforman son los seres humanos, los dioses, los paisajes, las construcciones y técnicas; pero los tiempos siguen y permanecen siempre con su mismo estilo, ya que -como decía Quevedo- lo que es fugitivo permanece y dura.
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