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martes, 13 de diciembre de 2011

A LA ALTURA DEL AIRE-42

Miguel les leyó este cuento Zen (demasiado Zen):

Lo que más le gustaba de aquel monasterio Zen tan moderno no era su diseño arquitectónico tan hiperminimalista, tampoco el silencio blanco en el que vivían -que era espléndido-, ni siquiera la serenidad majestuosa que se respiraba en cada sala; lo que le fascinaba completamente era que, por primera vez en la Historia del Budismo Zen, había un monasterio verdaderamente humano, hombres y mujeres podían convivir juntos y que, en la nueva versión del Budismo Polombahayana, el deseo no era fuente de sufrimiento, el apego no era lo que debía superarse y la impermanencia permitía períodos de estabilidad de más de sesenta años.
Para ser sinceros, lo que le encantaba era que, siendo el más humilde de los discípulos principiantes, su maestra y su guía fuese una mujer muy instruida, la más sabia que había conocido, porque además de ser extraordinariamente inteligente y perspicaz era infinitamente buena, alegre y risueña.
Antes de ingresar en la Orden del Minimalismo Zen, había sido profesor de Altura Occidental y había alcanzado la iluminación cantábrica conzéntrica (versión zendonista del tantra yoga); pero, para su desgracia, la perfección del ser apenas duró unos meses y no hacía más que añorar el apacible y delicioso estado que había gozado y conocido, que había vivido -hasta la médula de la flor de loto- como dulzura del ser.
La entrada en un zenobio o, en su defecto, en un zenador, no era más que cuestión de tiempo; irremediablemente tendría que completar el ciclo de perfección que había iniciado.
San Juan de la Cruz, en la tradición occidental, había mostrado el camino para ascender, y él ya no tenía alternativa, o seguía su vocazeión o se traicionaba totalmente. Por supuesto se decidió por lo más sensato y prudente y, abandonando toda precaución temporal y material, inició los trámites para entrar en el Mínimal Zen. No era fácil, el monasterio Polombahayana Zen no estaba en ningún lugar geográfico conocido, tal vez ni siquiera existía temporalmente; no había reglas de entrada ni ritos de iniciación, pero la tradición señalaba un requisito imprescindible, había que realizar algo parecido a una ofrenda solar a la luz maestra que pretendías que te guiase y esperar su aceptación. No era nada sencillo, ya que normalmente los sabios quieren vivir retirados y serenos, sin atender las molestias constantes de los que se están iniciando.
Después de meses de búsqueda consiguió una obra deliciosamente Zen, una escultura Doble Zen, Doble Cielo, que podía interpretarse como: "estaría a su lado, pero sin molestar; se situaría cerca, no pegado, no impediría ninguno de sus mágicos movimientos; sería su discípulo magnético, y no tendría que ser responsable de nada ni de nadie; pensaría todo lo que le dijera, por eso respetaría profundamente todo lo que desease; estaría pendiente de todo, y seguiría siendo tan libre como hasta ahora; levitaría en liviana levedad, pero no caería nunca pesadamente sobre nadie; no sería una carga, ya que permanecería en el aire; lo admiraría casi todo, aunque no se atrevería ni a acariciar su alma..."
Le ofreció la obra con humildad a su maestro zenestial, pero agradeciéndole el gesto, decidió que todavía no estaba preparado, que debía cuidar él mismo a Doble Zen y, sin decírselo con claridad, le dio a entender que debía madurar muchísimo más si pretendía acercarse mínimamente al Jardín de las Delicias Zen que, con tanto acierto El Bosco había adivinado.
Con toda su racional inmadurez, con acumulaciones de mil lecturas poco y mal digeridas, con esa sensación de inautenticidad que le acompañaba casi siempre, proseguía la tarea de ennoblecer su ánimo y merecer algún día la suficiencia vital para acceder al zenielo.
A veces le insistía con la presencia y la figura, y ella -que dominaba ese curioso y cierto sistema de establecer distancias, que ponía su inmenso talento al servicio del silencio-, en su calma, le comunicaba que "para ir donde no sabes, debes ir por donde no sabes", con lo que -evidentemente- no lograba más que insistir en su no saber virtual, en su desconcierto Koan, en su ligero despiste existencial y así, irremediablemente, se quedaba a una vela (eso sí, de vainilla), ya que quedarse a dos velas sería demasiado recargado para el estricto protocolo del Mínimal Zen.
Poco importaba que le escribiese cortos o largos fragmentos desde su inzensata falta de sabiduría, muy pocos merecían su atención y, cuando lo lograban, los disolvía con pocas palabras, para decirle sin ninguna duda que le sobraban razones, que le daba mucha importancia a la lógica y al proceso, que se ahogaba en el exceso de palabras, que tenía que aprender a decir lo esencial y que, incluso eso, tenía que hacerlo ligero de lenguaje y sutil, como un colibrí-zen.
No desistía y, amparándose en su silencio o en sus breves frases que interpretaba como un suave permiso para proseguir sus patéticos intentos de acercarse, seguía enviándole hermosas palabras (de otros), fotos escogidas del mundo exterior, a veces le adjuntaba paisajes espléndidos donde siempre había estado -y no es que desease enseñarle algo, no se olvidaba de que no era más que un aprendiz, pero no le habría molestado nada haberle ayudado a descubrir un mínimo secreto, aunque sólo fuese un quark encanto-. Tenía que aprovechar las pocas oportunidades que se le habían concedido, el horizonte de posibilidades era limitado, tenía que arriesgarlo todo, no sabía bien qué hacer, inventar una historia o escribirle algo atrevido y absurdo, como si fuese un juego de sus admirados Les Luzenthiers; algo parecido a un koan hiper-zen: "Tú con tu tutú y yo con mi yoyó".
Después de cientos de intentos, ella un día le contestó: "Sí podemos: vuela". Y él pensó: ¡Por todas las diosas y los dioses!, ¡qué me aspen si entiendo una sola palabra!
Y aspado debió quedar, y pensativo, pero no cabizbajo, eso nunca, su cabeza siempre estaba muy alta, siguiendo en esto y en más cosas a otros grandes maestros Zen de su pasado, a los grandes Alezender Calder y a Friedrich Nietzsche y su famosa obra "Así habló Zenetustra".
¡La que había armado!, ¡en menudo lío se había metido!, había empezado a jugar (en el mejor sentido) con el método hermenéutico luthierano para interpretar su serenidad y sus palabras, y ahora se estaba viendo rodeado por cuatro zensajes suyos que superaban con creces su humilde capacidad de intelección. De todos modos no se rendiría, intentaría ascender a la cima del Monte Zenmelo, es más, incluso se atrevería a subir con una escalera, no por superar su altura, sino para divisar mejor los divinos paisajes que se contemplaban desde el Zenit de la gloria, allí donde la belleza reside y está siempre asegurada.
De acuerdo, recapitulaba, últimamente le había enviado el enigma zen del tornillo y el de los árboles, para cada uno de los cuales ella había tenido adecuada y oportuna respuesta, siempre breve es cierto, como corresponde a su alto grado de sabiduría conzentrada. Él no parecía estar muy dispuesto a admitir algunos elogios por el mensaje del tornillo, no los merecía; quien sabía de zenlatos no era él, él no era más que un gran aficionado, eso sí, ponía todo su empeño y atención por conocer los secretos del oficio, pero poco más.
Le parecía que sus respuestas le estaban sugiriendo algo que todavía no había descifrado, la "lluvia de flores" debía significar algo muy hermoso que no podía alcanzar; tenía que reflexionar muchísimo sobre esto, y tal vez ya no debería decir pensar, sino "zensar".
En este estado de cosas lo que colmaba casi todas sus ambiciones era esa respuesta al mensaje de los árboles; era literalmente cierto, habían podado los ailantos, los árboles del cielo, y por eso le escribió que no podían subir al Cielo. No era necesario explicar lo que significaba, pero él sí iba a precisar toda la ayuda del mundo para captar una mínima parte de lo que contenía su respuesta: “Sí podemos: Vuela".
Ese "Sí" que parece ser tan afirmativo, hiperpotente, vital, no era condicional, era absoluto, categórico, radicalmente necesario, casi imperativo. Ese "Sí" junto a "podemos" era majestuoso, sublime, embriagador, dionisíaco, un plural apasionante y hermoso, que le ofrecía interesantísimas y muy sugerentes posibilidades que, de momento, no se atrevía a comentar con nadie y mucho menos a escribir. Después le siguen esos dos puntos ":" tan explicativos y la palabra "Vuela", que parece decirle: ¡Vive!, ¡atrévete!, ¡sigue!, ¡crea!, ¡vas por buen camino!, ¡te espero en las alturas!... Pero claro, él no podía fiarse de su optimismo metafísico, no podía creerse todo lo que pasaba por su mente -suponiendo que la tuviera-, hasta ahora su habilidad semántica no le había sido de gran ayuda ni le había servido como garantía.
Seguramente no conseguiría entrar en la Orden Zen (ni siquiera en el desorden del zenáculo de las grúas de piedra) pero, aunque no lo lograse, no dejarían de tener cierta gracia e importancia sus desvaríos acerca de como imaginaba lo que para él sería la agradable, sin par y sublime convivencia y contemplación de la Idea del Zen. En torno a esa idea solía agrupar todos los intentos por corregir su propio destino, desde las delicias más extravagantes y cariñosas propuestas en el Codex Seraphinianus, hasta los variados paraísos gozosos de El Bosco, también los sonidos de la brisa al acariciar los magnolios floridos, los puentes sonrientes, las músicas de las alegresferas, las cúpulas celestiales y solares propias de su aura, de su aurora precisa y preciosa, y hasta el alegre zumbido de los zunzencitos y de las curiosas y alegres esculturas zenéticas.
Estaba claro, él no quería una última Zena, tampoco quisiera ser el último Zen, ni un juego de palabras como el Zen y cero de la Zenicienta.

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