En los últimos siglos del segundo milenio, en aquella extraña civilización que los antiguos llamaban occidental, se desarrollaron durante los días más cortos del año unas raras, maravillosas y extraordinarias ceremonias con la luz.
Esta curiosa dedicación a la claridad había empezado con la respetuosa observación y el atento cuidado de las luciérnagas; siglos más tarde había faros encendidos que iluminaban el interior de los mares obscuros y que entraban con sus destellos en algunos hogares privilegiados.
Descubrieron que el secreto no residía en los globos de papel luminoso, poco después se dieron cuenta de que tampoco estaba en las velas y bombillas de Navidad que colocaban sobre elegantes y esbeltos árboles del norte. Más lejos siempre se veían algunas estrellas.
Pero tampoco eran los lejanos fulgores de los astros lo que buscaban. Siempre aparecía la Luna.
Y tampoco era la Luna llena ni los anillos de Saturno lo que miraban cuando el Sol se escondía.
Ni siquiera el Sol resplandeciente era lo que estaban esperando, el misterio de aquellas auroras boreales parecía residír en la alegría.
La luz de la alegría y la alegría de la luz, ese era el verdadero regalo que llenaba con las mejores intenciones el buen corazón y la mejor sonrisa de los humanos.
Y a eso lo llamaron Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo, Feliz Mundo Nuevo...
Faustino
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La luz de estos días que irradia el solsticio de invierno no es una arrogante y poderosa luz cenital, que desciende de las alturas inalcanzables pretendiendo que nos hace un regalo inmerecido a los humanos, cuando perfila con sus rayos la coreografía de las hojas secas vapuleadas por el viento e infiltra algunos recovecos del alma prestos a incendiarse con rescoldos de recuerdos. La luz de estos días está exactamente a la altura de los seres vivos (al menos de los que viven con avidez cada segundo), te mira dulcemente a los ojos, es pianísima, lenta como un adagio, no irrumpe, no lastima, es casi una caricia. Sólo te deja la esperanza ligeramente arrebolada y un punto confundida: como si fuera apenas creíble una pincelada de color tan amable sobre la faz del mundo.
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