Cuando llegó por primera vez a ver la vida entera se dijo a sí mismo: ¡impresionante!; entonces, después de haber visitado millones de mundos habitados, decidió residir en la Tierra y dedicarse a lo mejor, a encontrarla. Se trataba de una luz dorada irresistible, difícil de atrapar incluso con la mejor tecnología telefotográfica.
Se puede asegurar que cuánto más la conocía más a gusto se encontraba, por eso sólo se dedicaba a contemplar el aire, a mirar las ondulaciones concéntricas que provocan las gotas de agua que caen de los puentes más altos sobre la superficie de los ríos, a mirar las hojas amarillas de los álamos y a soñar reflejos abstractos que respiran como si fuesen puntos suspensivos.
Pero no todo son esperas y dilaciones, cuando la terca realidad le deja, su alma se eleva, recupera su esencia, sonríe y se ilumina. Seguramente algún observador externo bien intencionado indicaría que es difícil encontrar extravío y desorientación semejantes, pero al parecer no puede hacer otra cosa que seguir el rumbo perdido del feliz naufragio de su ser.
Que el tiempo pase así, de cualquier forma, no deja de ser un fallo de la naturaleza, que tanto se nos resiste; algún día, cuando dominemos las leyes poéticas del tiempo, llegaremos a alcanzar el dominio de las alturas de oro.
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Para pensar, eso del 'rumbo perdido del feliz naufragio'. Quizá esa sea la clave: empecinarse en la felicidad incluso entre las agitadas brazadas, a puñetazos con la procela, las olas arboladas y el abismo.
ResponderEliminarIncluso en esa contingencia el aprendiz de filósofo debería situarse frente a la vida, escrutarle la mirada y tranquilizarla: ¡hay nivel, sí señora! - le diría -.¡Estoy feliz de haberla conocido, oiga!Abandono mis músculos y mi piel al zarandeo que me imponga, entregado, tranquilo, disfrutando también de este tiempo espeso y vacuo. ¡Amén!