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jueves, 1 de diciembre de 2011

A LA ALTURA DEL AIRE-34

Cuando el suelo se hunde por el peso de las ardillas y el vuelo de un colibrí hace que asciendan con más ligereza los rascacielos, es el momento de celebrar el encuentro entre los dos astronautas de planetas literarios gemelos, tanto tiempo separados.
Cuando en todos los cruces de las calles se han sustituido los números por indicaciones de cariño y ternura, y el calor hace que se dilaten las palabras más hermosas, se cumple el sagrado ritual de los diálogos y tiene sentido el intercambio de adjetivos y descifrar los misterios de las bisagras del deseo.
Cuando por todas partes quedan reflejos dorados que constituyen pruebas irrefutables de la visita, siempre delicada, que hicieron tus ojos para aprobarlo todo, entonces es que son buenos tiempos para el espacio y para la esperanza.
Y es que esta ciudad, ruidosa y estresante, sigue siendo un amplificador de señales, móvil y cambiante, enérgico y poderoso, y me pide que haga algo con esta colección de prismas verticales...

Cuando llueve en Manhattan se disuelven las líneas horizontales y no quedan caminantes en las calles ahogadas, lo que aprovechan inmediatamente los rascacielos para estirarse y crecer un poco más, hasta las nubes inoxidables del Chrysler.
Un habitante, que no se había enterado de esta ley de la niebla, se disolvió en un paso de peatones y, desde entonces, ya nadie lo busca ni lo encuentra en las señales horizontales.
Las luces de las ventanas, encendidas durante todo el largo azar de las noches, proporcionan un decorado cinematográfico al alma de los habitantes escépticos del capitalismo. Ya nadie cree en el orden ajustado, en que todo deba estar apagado o encendido, o en perfecto orden. Y lo que nadie sabe es si esto es bueno para el alma reducida a ritmo y movimiento de los comensales de la calle.
Los taxis amarillos inevitablemente se estrellan en cada cruce con los que han pasado antes, se intercambian pasajeros, historias, amores y distancias, y no es extraño que, algunas veces, se haya visto que un pasajero que iba al aeropuerto JFK se quede en la soledad de un paralelepípedo a vivir para siempre, y eso suponiendo que en NY exista algo parecido a siempre.
El dolor de las ventanas es enorme, y el esfuerzo cósmico de los ascensores para controlarse y no subir directamente a la alegresfera, y hasta se ha percibido un reflejo en las nubes debido al cansancio que imprime la ciudad a las tortugas.
No es un país para lentos ni para niños problemáticos, ni siquiera para constructores de pirámides; lo más inverosímil es posible y así los edificios pueden sostenerse confundiendo sus verticalidades.
Cuando alguien reparte paquetes de su alma por las calles agotadas, no le queda otro remedio que creer que algo tiene sentido, aunque la vida no sea sólo esto y se refugie más bien en la nieve de Central Park o en el aire valiente que no ha sido respirado millones de veces por un ejército de dóciles y ambiciosos trabajadores que habitan en el interior de sus despachos.
La niebla baja ahora a devorar a los directivos que trabajan en las plantas más altas de estas catedrales de materia, y no sé cómo llueve en Dinamarca, ni sé si la única gota de lluvia minimalista, tan grande como la gran manzana, no nos va a ahogar del todo; pero lo que sé es que amanece de nuevo y los taxis, amarillos legalmente, siguen creyendo en el sentido de las calles y en las direcciones anuméricas.
También es cierto que hay farmacias que venden toneladas de Prozac todos los días, he comprado 51 kilos para la próxima semana; aunque sería mejor de otra manera: más Nietzsche y menos Prozac.
De todos modos no es normal fabricar tantas ventanas para intentar ponerle puertas al campo.

La vida ya no sigue esquemas convencionales y se va a atrever a formular nuevos prodigios que escandalizarán a los que quieren que todo sea orden, ley y seguridad.

No hay ya historias convencionales, si existe ya algo parecido a una historia es un milagro.

Se come y se vive al nivel de la calle, se sufre en el subsuelo, el camino de abajo, el subterráneo; y hay más de cien niveles de ensueños por encima. No es mal modelo de vida, vivir siempre incluso por encima de las propias posibilidades, apropiándose de todas las alturas, esperando al sol, iniciándose en el arte de contemplar la vida siempre como algo espléndido, siempre y cuando se pudiera vivir intensamente a todas horas.

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