El día en que -sin querer- empezó a flotar, notó que le gustaba; nadie sabe cuántas vueltas ha dado en el aire desde entonces, pero casi podemos afirmar que poco después se elevaba todos los sábados.
Si tenía suerte, y no había niebla, podía extender su mano y tocar la cumbre de una montaña que se le iba acercando. Con muchas horas de esfuerzo seguía trepando hacia abajo y llegaba a la máxima altura de los collados y trepaba por las praderías y los campos. Más tarde, mientras subía bajando con esfuerzo, se aproximaba paso a paso a las aldeas deshabitadas y a los pueblos, casi agotado.
Desde ese lugar un automóvil o un autobús al revés, con las ruedas hacia arriba, circulaba como pegado a la carretera hasta llegar a la ciudad donde residía. Allí vivía cabeza abajo el resto de la semana.
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