Se despierta, se levanta, observa el Sol en el Este y sabe por qué se ve en ese punto cardinal todas las mañanas.
Lava sus dudas, limpia su conciencia (y no brilla nada), baña sus incertidumbres, ducha las inseguridades acumuladas, de alguna manera conseguidas; también se afeita y recorta sus pretensiones.
Después prepara y disfruta un zumo de palabras deliciosas, un bocadillo de preguntas y un dulce recuerdo confortable.
Sale de casa, lo de siempre, otro instante.
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Es que está rutinaria y cotidianamente vivo y feliz sin estridencias ni conmociones pitagóricas propias de un adolescente.
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