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jueves, 27 de octubre de 2011

La superficie de las nubes-13

11. LAS MARAVILLAS ESTÁN ENTRE LAS NUBES Y LAS DUNAS DE LA MÚSICA DE j. S. BACH

Desde la cúpula de la catedral de Florencia de Bruneleschi a Borges, pasando por las "Variaciones Golberg" de Juan Sebastián Bach.

“Pero el oro y la risa los toma del corazón de la tierra: pues, para que lo sepas, el corazón de la tierra es de oro.” (Así habló Zaratustra)

(Carl Philippe Enmanuel Bach (1714—1788) , quinto hijo de los 20 que tuvo el gran Juan Sebastián Bach, músico como su padre, pudo escribir este breve ensayo para demostrar que Dios tuvo que crear, necesitó crear, a su padre para poder escuchar la música que él no habría podido descubrir ni escuchar de otro modo. “Sé que puede sonar a presunción y a soberbia, pero lo que hizo mi padre, J.S. Bach, es tan grandioso que estoy seguro de que el Universo entero le agradece esos monumentos de perfección; él supo hacer el arte útil a la belleza”, pensaba C.P.E. Bach en más de una ocasión.)

La Catedral de Florencia (Santa Maria del Fiore), con su inmensa cúpula, fue inaugurada con toda la solemnidad imaginable el 25 de Marzo de 1.436 con la música de Guillaume Du Fay "Nuper rosarum flores" ("Recientemente las flores de las rosas"), como recuerda el cronista Manetti y aseguró en 1.855 Franz Xaver Haberl. Es un motete religioso ceremonial que tiene, entre otras propiedades, la de sostener desde entonces la magnífica y majestuosa cúpula que el genio de Filippo Bruneleschi dejó para siempre en Florencia. Este motete, esta música, esta catedral con su cúpula ilimitada e increíble son arquitectura sonora en su más pura expresión geométrica. Es un ejemplo monumental de motete isorrítmico, construido matemáticamente; hay rasgos estructurales de la obra que apuntan relaciones matemáticas que pretendían reflejar las dimensiones de la catedral de Florencia, del Templo de Salomón del Antiguo Testamento o, al menos, de los números bíblicos.
Está claro que el motete hace algo más que una petición a María, es algo más que la dedicación de la iglesia que toma su nombre en su honor. El despliegue de lirismo está armonizado de forma tan ajustada, medida y pensada que sirvió para consagrar la catedral, para sustentar su vuelo, para sujetar su arquitectura ingrávida, para adivinar su altura y para levantarse del suelo y desplegar todos sus atrevimientos livianos. Ahora empezamos a entender que algo más que cimientos, columnas, pilares, arbotantes, nervaduras, arcos, contrafuertes,... algo más que todo eso tiene que ser necesario para mantener en pie a la verdadera arquitectura, a la verdadera música de las verdaderas flores. ¡Qué arquitecturas, qué catedrales, qué cúpulas no se habrían levantado y sostenido si la música hubiese sido de Juan Sebastián Bach! La música, como sabía J. S. Bach, es ese truco de la inteligencia humana, y de la realidad, por el que se evita que el tiempo pase de golpe; su música es "el verdadero preludio del aire que hay que respirar" como diría Platón. Las cosas se sostienen siempre con la música verdadera.
Y después de comprobar todo lo que la música puede hacer posible (todo lo que ayuda a afirmar, a sustentar, todo lo que llena para ser el soporte de cúpulas y catedrales, palacios y edificios y toda clase de construcciones) descendí al suelo y comprobé que, al nivel de la tierra, en una zona de un jardín próximo a la Catedral, algo abandonado y descuidado, había un altorrelieve que parecía una escultura gastada por el tiempo y el olvido. Me acerqué y comprobé que había unos signos, unas letras que parecían caracteres latinos, casi borrados y lo que parecía una mujer—un ángel con alas, descansando. Detrás del dibujo, ahora casi desvanecido, algo parecido al alabastro o al vidrio poco pulido dejaba adivinar un espacio interior desconocido. No sé por qué grieta o ranura del relieve logré introducir los dedos y las manos, se movió y todavía no sé muy bien cómo pude entrar en el espacio interior y descender unas inmensas escalinatas hasta llegar a una especie de sótano, subsuelo o subterráneo de aquel edificio, de aquella catedral inaugurada. Una cripta gigantesca, un paraíso de columnas clásicas griegas, una cisterna o depósito subterráneo de agua parecido al que hay en el centro de Estambul, un bosque de columnas y arcos como los de la Mezquita de Córdoba, un mundo de inmensas y altísimas columnas y escalinatas sostenían todo lo que llamábamos suelo allí arriba, en la realidad.
Todo allí era un delirio de columnas como las de los grandes templos de Egipto, todo plagado de estructuras verticales que sostenían el cielo del suelo, todo pasillos interminables formados y sostenidos por ejes vertebrales. Tardé años en darme cuenta de que todos los edificios, todas las ciudades, todos los países, todos los continentes, todas las placas tectónicas, estaban sostenidos por estas columnas subterráneas; hasta las más altas montañas, hasta las más imponentes cordilleras del planeta Tierra estaban siendo soportadas por estas inmensas y fortísimas estructuras de resistencia que, con infinita elegancia, resolvían el eterno problema de la gravedad de la materia; pesos extraordinarios, casi infinitos, eran soportados con esta calma, con esta parsimoniosa materia subterránea.
Me pasé casi media vida recorriendo aquel inmenso laberinto de galerías casi infinitas, de perspectivas interminables de columnas bien dispuestas, donde siempre llegaba una delicada luz que no parecía proceder de ninguna parte, de ningún lugar reconocible; tal vez su origen surgía del secreto del cálculo y del inmenso y delicado esfuerzo que se estaba realizando. Lo más curioso es que no había nada derrumbado ni agrietado, no había accidentes, ni descuido ni suciedad, no existía por allí el desorden ni parecía que pasase el tiempo, no se adivinaba ni un vestigio de entropía ni de caos. Sólo espacio sosteniendo una superficie planetaria que ahora se desvelaba como una ingeniosa apariencia artificial, una construcción externa, una cáscara superficial que mostraba hacia el exterior un planeta lleno de océanos y continentes, de ciudades y de carreteras, de ruinas y de desiertos. Podía percibir que todo ese aspecto era sólo una fachada planetaria.
La realidad era un inmenso conjunto de esferas, unas dentro de otras, que soportaban y sostenían, mediante una inmensidad de columnas, bóvedas y arcos, todo el planeta exterior y las cosas de arriba. La verdad estaba también en el interior y había indicios de que se podía descender a esferas inferiores igualmente huecas e igualmente plagadas de un infinito número de vigas y de cilindros de piedra sosteniendo las esferas concéntricas y homocéntricas exteriores.
Casi al final de mi vida llegué, después de haber bajado miles de niveles, al centro, a la columna universal que sostiene y soporta a todos los niveles esféricos exteriores, en todos los sentidos y en todas las direcciones. Pero incluso aquí, en el centro, no lograba entenderlo todo. Desde el exterior había descendido muchos niveles y potencias de diez, ahora estaba en el centro y quería seguir adentrándome en el interior del corazón de todos los centros neurálgicos. Pero el centro era una columna esférica, densa, homogénea, sin fisuras, sin entradas ni salidas, de la que emanaba la más dulce felicidad conocida. Sólo se oía una maravillosa música, perfecta, homogénea, sin fisuras, la música de las infinitas “Variaciones Goldberg” de Juan Sebastián Bach.
Probablemente la forma de esta música es la más idónea, la más necesaria para lograr acariciar el alma de un insomne, de alguna forma siempre consciente, agotada de enfrentarse toda la vida a sí misma, cansada de soportarse siempre a sí misma. Por eso necesitaba enamorarse. El modelo es tan perfecto que deberían realizarse así todas las variaciones.
Por eso llegué a querer ser un místico suicida, un místico materialista, vivir al filo de la filosofía imposible, entre el filo imposible y posible de la vida, vivir en el medio de todos los argumentos, vivir bajo las flores de los magnolios para ser el intermediario de todos los colores, quiero la vida eterna de las flores, ser el agua evaporada de las gotas de lluvia, las nubes de los vientos, los molinos del último sueño de Kurosawa. Yo quiero ser un ermitaño bien acompañado, concentrado en las tareas de la tarde, preparando la luz para todas sus combinaciones, quiero tener arco iris en las manos, alientos y alimentos voladores, tal vez la serenidad suficiente para poder exagerar en todas las direcciones y retener a mi lado la ilusión de los días, la altura de las catedrales, el rumor de los océanos; pero, sobre todas las cosas, quiero vivir para verte y escuchar contigo la música de Juan Sebastián Bach.
Decía Pablo Neruda “Confieso que he vivido”. Yo confieso que lo he escuchado, que lo escucho, que lo he vivido y que lo vivo; su música hace fácil el paso del tiempo, elimina la angustia, le da felicidad al tránsito de todos los fragmentos. Es como si nos fuese dada la posibilidad de escuchar y de contemplar la perfección, lo que llamaron Cielo y Paraíso no es más que una pálida imagen de este sonido que es arquitectura envolvente, que es luz que es manantial, río, mar, océano, desierto poblado, fuego y “llama que consume y no da pena”. Es como si nos permitieran contemplar la más excelente de las realizaciones del mundo de las Ideas, la Perfección existe: aquí está: ¡escuchadla! La Sabiduría existe: aquí está: ¡escuchadla! La Verdad existe, la Belleza existe, la Felicidad, la Alegría y el Placer infinitos existen y la infinita Bondad también existe: están aquí: entre las dunas: ¡escuchadlas!: ¡Existe!
Adoremos y reverenciemos, ofrezcamos el mayor homenaje a este hombre, cumbre de todas las civilizaciones y de la especie humana. Los demás apenas son aficionados a las sombras, a las pálidas auroras boreales terrestres. La luz existe: ¡escuchad!: está aquí sonando, iluminándolo todo con su presencia.
La música resuena, nos acompaña, nos archiva, nos codifica y nos ordena, le da sentido a la mente, dirección al espíritu y contenido la alma (en caso de tenerlos); define las líneas principales de la existencia y expresa más verdades que las que pueden escribirse o traducirse al lenguaje. No se termina nunca, no vives más que en el infinito de la memoria; no nos abandona, la vida según San Juan Sebastián Bach es más que necesaria, es más que adorno y divertimento, es más que pasatiempo, más que diversión y entretenimiento, es ciencia y belleza, conocimiento puro, alarde vertical de todas las cimas imposibles, altura insospechada y prohibida por la gravedad, delirio de alpinistas sonoros, cumbre de todas las cimas imaginables y nunca imaginadas.
Todas las profundidades y todas las superficies coincidían en el centro y comprobaba que la erosión, el tiempo, el cambio, el devenir, la suciedad, la vejez, el deterioro y el desgaste, eran cosas del pasado exterior, en el interior todo era perfecto, presente y actual. Había descubierto la clave y el entramado de todos los andamios, de todos los puntos de apoyo y de todos los laberintos tridimensionales, ya no necesitaba comer ni descansar ni dormir. El sueño de Bach y de Borges se había realizado, el aleph existía, tú existías, el libro estaba escrito y lo estaba conociendo y escuchando. Y cuando todo podía conocerse ya nada podría colapsarse. “Y sentí vértigo y lloré,... porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.” (Borges: “El Aleph”)
El planeta había crecido hacia el exterior miles de veces más que su anterior tamaño real, el universo seguía en expansión, las columnas seguían construyéndose y colocándose en el lugar y en el momento adecuados, y el mismo Dios parecía que no entendía muy bien todo lo que estaba pasando. Como si fuese un organismo vivo en el que los imperativos genéticos ordenasen la construcción de cada célula, de cada palabra, de cada compás, de cada estrato, el planeta seguía creciendo por su propia iniciativa, con su propia alegría, son sus propias dunas de arena y nubes de polvo de oro y de plata, con su propio y original brío, entusiasmo y alfabeto.

...
—SH: ¡Me gusta!, ¡eso es el Jardín de Epicuro! Es agradable saber que, aunque lo más importante, vivir, nos haya salido regular, todavía podemos hablar, encontrarnos, compartir la luz de la música.
—S: Compartir el camino, aunque sea momentáneamente, aunque la vida sea efímera y poco sólida, aunque parezca provisional y siempre contingente, aunque estemos titilando y tiritando a lo lejos.
—SH: No sé si esto es lo que dijeron que hiciésemos.
—S: Estamos aquí y ahora podemos y debemos liberarnos del pasado, de órdenes y de ataduras, de imposiciones y de normas.
—SH: Así tendría que ser.
—S: No, no, no tendría que ser, tiene que ser, debe ser así, es posible y es necesario que sea así, si no lo intentas no sale.
—SH: Se intentan tantas cosas ...
—S: Vamos a ver, empieza por recuperar a los amigos de la infancia y de la juventud, de cuando éramos niños o jóvenes, ¿hay alguno o alguna a quien no hayas visto desde hace muchos años?
—SH: Sí, claro, siempre hay alguien al que hace mucho tiempo que no ves y que te apetecería muchísimo ver.
—S: Pues habla con los amigos de entonces y con los de ahora, localízalos, busca su dirección, su teléfono, hablad, se puede recuperar el comienzo de la vida y de la ilusión.
—SH: Puede ayudar, sí, no te digo que no.
—S: Y no te digo nada si, además de los amigos, tienes la dicha y la suerte de encontrar a la persona adecuada.
—SH: Y enamorarte ...
—S: Sí, y enamorarte apasionadamente, absolutamente, sin reservas.
—SH: Corres el peligro de no ser correspondida en la misma medida.
—S: Pues no midas, no te mides ni te reserves, si sientes ese amor amplifícalo, amplíalo, elévalo a su máxima potencia.
—SH: El fracaso, la caída puede ser descomunal, puedes hacer el ridículo más solemne, te pueden dejar tirada de cualquier manera.
—S: Sí, pero tu ser se habrá expandido, tú te habrás manifestado tal y como eres, crecerás como persona y, si lo sabes pensar bien, y hasta en el peor de los casos de abandono o de fracaso o de imposibilidad de seguir adelante, ese contacto con la divinidad te proporcionará, o debería proporcionarte, tanta felicidad, tanta luz, tantos recuerdos, tantas auroras,... que siempre podrías vivir de esa plenitud.
—SH: No sé si será tan sencillo.
—S: Hay que intentarlo.
—SH: No lo sé, puedes quedar demasiado herida.
—S: También puedes vivir el Paraíso.
—SH: No estoy segura. Creo que me detendré aquí unos días, necesito pensar, ya nos veremos en otro momento.
—S: Como quieras. ¡Hasta pronto!
—SH: ¡Hasta pronto!

(...
—¡Cuánta pasión por Bach!
—La pasión sólo puede ser según San Juan Sebastián Bach.
—¿De qué pasión hablas?
—De la del agradecimiento, del amor, del optimismo compartido, de la vitalidad desbordante, no sólo de la del sufrimiento.
—De la pasión de la alegría.
—Es la mejor pasión.
—Y es inagotable en Bach.
—¡Qué envidia!
—¿Se puede compartir?
—Siempre.
—¿Tú crees?
—Cuando quieras.
—¿Y por qué se están despidiendo siempre?
—Se van encontrando y ...
—Y desencontrando.
—Sí, así es a veces la vida.
—Tal vez así sea la vida, ¿cómo estar seguros?
—Si es la vida entonces no podemos estar muy seguros.
—Vivir no es un teorema, ni puede demostrarse lógicamente, ni se puede deducir de otro principio.
—Claro, hay que vivir, sentir, vibrar, temblar, emocionarse, pensar,...
—Pero sin caer en la “inmediatez emocional” que decía Hegel.
—Sin caer en la superficialidad.
—Profundizando todo lo que se pueda.
—Sí, saliendo algo del presente más ligero para poder darle algo de espesor al placer y a la gracia y a la alegría.
—Se me ocurre que la profundidad del presente, de la actualidad, de la fotografía, de lo inmediato, podría ser la historia.
—La realidad es una fotografía hecha en clase de Filosofía.
—¡Qué divagaciones!
—Tienes razón, somos expertos en elucubraciones, en especulaciones, en divagaciones, en excursiones mentales ...)

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