13.VIAJAR POR PUENTES INTERMINABLES
“Hermano mío, si eres afortunado tienes una sola virtud, y nada más que una: así atraviesas con mayor ligereza el puente.
Qué agradable es que existan palabras y sonidos: ¿palabras y sonidos no son acaso arcos iris y puentes ilusorios tendidos entre lo eternamente separado?”
(Así habló Zaratustra)
Sebastián sigue escribiendo, repasando, corrigiendo, revisando el capítulo de los puentes, ese que lleva años recorriendo.
“Si tiene usted el deseo de saber y el poder para hacerlo realidad, vaya y explore. Si es usted un hombre valiente, no hará nada; si es un hombre miedoso, es posible que haga mucho, pues sólo los cobardes tienen necesidad de demostrar su valor. Hay quien le dirá que está chiflado, y casi todo el mundo le preguntará: “¿Para qué?” y es que somos una nación de tenderos, y ningún tendero está dispuesto a parar mientes en una investigación que no le prometa un rendimiento económico antes de un año. Así que viajará usted prácticamente solo con su trineo, pero quienes le acompañen no serán tenderos, y eso tiene un gran valor. Si hace usted su correspondiente viaje de invierno, obtendrá su recompensa, siempre y cuando lo único que desee sea un huevo de pingüino.”
Apsley Cherry-Garrard: “El peor viaje del mundo”
Marco Polo, viajero vocacional, soñador de imperios invisibles, traficante de quimeras e ideales, navegante perfecto, decide escribir este relato soñando con los puentes que se construirán en los siglos venideros, acertando en todos y en cada uno en su localización, descripción, construcción y diseño. Aunque puede parecer extraño que desde el siglo XIII se pueda tener tal poder para conocer el futuro, no lo es tanto si se considera que un verdadero viajero es capaz de ver—adivinar—sentir dónde y cómo se unirán y se separarán los seres humanos.
Es como hacer un viaje desde el "Cántico Espiritual" de San Juan de la Cruz a la ingeniería más atrevida y dinámica de "Las ciudades invisibles" de Ítalo Calvino, pasando por "La creación" de Miguel Ángel.
Sé que casi no me creerás si te digo que me gusta caminar por puentes interminables, puentes que nos comunican y nos permiten salvar las dificultades de un río, de un valle o de un precipicio, que nos evitan bajar y subir, puentes que nos permiten sobrevolar todas las dificultades imaginables, todas las desilusiones que nos otorga la vida a los más despistados,... por eso estamos atravesando el Puente de Gard, en Nimes, Francia, finalizado en el año 18 a. d. C., y que nos estamos elevando hasta sus 47 m. de altura y cruzando los 270 metros de mampostería y series de arcos de piedra; no nos importa que sea un acueducto, nos interesa más el diseño armonioso que su creador, Marcus Vipnasius Agrippa, supo imprimirle, ayudado sin duda por arquitectos, matemáticos, ingenieros, topógrafos, milicias y peones. Muy gustosos caminaríamos por el aire, como “El barón rampante” de I. Calvino, por un puente—acueducto que uniese y vinculase para siempre todas las tierras, desde Nimes hasta Segovia, y hasta recorrer el planeta entero. Sin duda este puente es un signo inteligente (estabilidad, duración y elegancia) del paso del Imperio Romano por la Tierra y por la Historia.
También nos dejaríamos llevar fascinados por el Ponte Sant´Angelo, creado por Adriano en el año 134 en Roma y así contemplaríamos tanta belleza y tanta historia, hoy ya casi serena, y caminaríamos por el río y llegaríamos al mausoleo del Castillo de Sant´Angelo. Y allí nos reencontraríamos. O por todos los puentes de Roma.
Después iríamos hasta China, hasta el río Xiao, para cruzar el puente de Anji, creado por Li Chun a finales del siglo VI, para disfrutar de un solo arco de piedra caliza que en 40 metros de gloria y de esplendor es capaz de inaugurar el arco rebajado, los tímpanos (áreas triangulares situadas entre el arco y el camino) aligerados y la perfección de los canteros capaces de unir las dovelas del arco con una precisión de ebanistas y herreros. No exageraba aquel poeta chino que decía que este puente era “una nueva luna sobre las nubes, un gran arco iris bebiendo de un manantial.” ¡Cuánta belleza en un fragmento, en un segmento, en un momento de un círculo! Y sin necesidad de realizar el círculo completo del arco de medio punto. ¡Cuánta elegancia!, ¡cuánta perfección!
No nos olvidaremos de caminar por el Puente de Avignon, de 1187, por sus casi 900 metros originales de arcos elípticos, un signo evidente de que un puente es la preparación de algo más, la señal de un camino que pasa por el mundo hasta el cielo de los matemáticos, ingenieros y arquitectos. Mil recompensas, 999 paraísos y 998 cielos merecen todos los que atraviesan los puentes sin esperar recompensas materiales ni espirituales, ni en esta vida ni en la vida eterna, que es ésta, eternamente en tránsito, eternamente a tu lado, cruzándose con ríos, riberas y personas.
Recorreremos el Ponte Vecchio que atraviesa el río Arno en Florencia, para llegar a la Catedral, para llegar a tus brazos. Dicen que lo diseñó Tadeo Gaddi en 1345, 100 metros de belleza que valen por 100.000. El puente que es más que un puente cualquiera porque es parte de la ciudad, está habitado, es mercado, es calle, es plaza y es vivienda, es lugar de reposo y de tránsito, metáfora de la vida; es lugar para caminar despacio disfrutando cada visión, cada perspectiva, cada arco rebajado, cada espacio de recreo de la vida, de la vista y de la inteligencia. Podríamos seguir atravesando un Ponte Vecchio eterno para estar toda la vida llegando a Florencia, a la Catedral, a la cúpula de de Bruneleschi; sí, el verdadero sentido de la vida sería estar llegando siempre a la cúpula de la Catedral de Florencia atravesando un inmenso, infinito y eterno Ponte Vecchio contigo. También nos serviría el Ponte Rialto de Venecia.
Nos encanta caminar por esa “m” inmensa e ininterrumpida que es el viaducto de Satrruca, de Julius W. Adams y James P. Kirkwood, finalizado en 1848 en mampostería con 317 metros de arcos sucesivos; la infancia del que empieza a escribir y necesita apoyarse en esa sucesión continua de emmmmmes ... que no termina, llena de arcos y apoyos, de saltos y sujeciones, de pasos y suelos, de elevaciones y juntas de contacto con la superficie, de móviles y estábiles de Calder.
Caminaremos por el puente de Eads, de 1874 y de 480 metros, que cruza el río Misisipí, un buen lugar para pasear indefinidamente; arcos y arcos repetidos, arcos que continúan hasta perderse en el horizonte más lejano, porque la nueva idea del puente no atraviesa el río desde una orilla a otra, sino desde el nacimiento hasta la desembocadura, a través del río, como la misma vida, como tú y yo abrazados.
Sé que no me creerás si te digo que mi mayor placer es viajar por puentes interminables, inacabables, inagotables, insaciables,... No sé muy bien si estoy soñando, si camino o si voy en coche o en bicicleta, sólo sé que voy adentrándome en el mar, en el agua y que he perdido de vista la tierra y todo lo terrestre y a todos los terrestres; sé que soy capaz de recorrer el planeta para verte, para hablar contigo, para cruzar e inaugurar un puente, sé que puedo evadirme de todos los accidentes y que no quiero regresar. Simplemente estoy bien así, por encima de los problemas y de las dificultades, de las limitaciones y de las frustraciones, de las deficiencias y de los obstáculos, de los conflictos y de las indecisiones, de los insomnios y de los interrogantes.
Te preguntarás cómo y cuándo empecé con esta costumbre, con esta manía. En realidad toda la culpa la tienen los ingenieros, esos locos atrevidos, más atrevidos que yo, muchísimo más atrevidos que yo, capaces de unir riberas separadas, de comunicar islas con continentes, capaces de crear penínsulas y de fusionar países distintos por medio de sus sutiles métodos constructivos. Se atreven con todo, para ellos no hay nada imposible, ni orillas separadas ni ciudades distantes. Así, ya en 1.883, se atrevieron a realizar el puente de Brooklyn, sobre el East River de Nueva York, que diseñó J. Roebling en acero y granito, una verdadera catedral de la era moderna, todo un símbolo a la esperanza y al desarrollo. Sus 486 hermosos metros de luz central permiten volar sobre el río y la ciudad, pasear por el aire, pasear sobre el arte, levitar, seguir caminando por este palacio estirado, por esta catedral vertical y horizontal. Y pasear contigo.
Yo lo que quiero es ser el poeta de los cálculos y de los proyectos de ingeniería, yo quiero ser el que sueña con todas las comunicaciones posibles y con las imposibles pero necesarias, quiero ser el que pasa de un lado a otro para llegar a vernos desde la otra orilla, el que atraviesa sus números soñados hasta llegar a la realidad más separada y distante, el que planea esta incursión sobre fluidos hidráulicos, el viajero de los puentes siempre de guardia. Llegar hasta el viaducto Garabit, en Francia, o al puente de Oporto, diseñado en acero por Eiffel en 1.884, con sus 162 metros de luz para construir un mecano articulado en manos de un Dios—niño que juega a pasar de una orilla a otra, que pasa a jugar en una orilla y en la otra y que sigue queriendo cruzar.
"Pues ya si en el ejido/ de hoy más no fuere vista ni hallada,/ diréis que me he perdido;/ que andando enamorada,/ me hice perdidiza, y fui ganada."
San Juan de la Cruz. "Cántico espiritual"
Dirás "que me he perdido", que ando perdido, que no soy capaz de encontrarme, que no tengo que tomarme los puentes tan en serio, que es suficiente que existan y que nos permitan cruzar cuando lo necesitemos. Pero eso no es suficiente, eso no es bastante, eso es casi como no entender nada. No es solo la utilidad que proporcionan al evitarnos los rodeos, no es sólo el nuevo espacio que crean e interpretan, no es sólo el tiempo que nos ahorran, no es sólo que avancen sobre la evolución de los materiales de construcción, no es sólo que hagan crecer todas nuestras ambiciones hasta circunvalar la Tierra; es que yo los necesito, quiero volar por sus atrevidas luces, quiero vibrar con su energía en el aire, engancharme a sus proyectos más dilatados para engrandecer todas las comunicaciones terrestres, para hacer realidad todos los puentes aéreos y todos los contactos platónicos. Y llegar hasta el Firth of Forth en Escocia, diseñado en 1.890 por Fowler y Baker para que sus 521 metros de luz se emborrachen de nudos—nidos—núcleos de acero que se construyen por placer, que se atraviesan por placer, que se mantienen por el puro placer de verlos, que se recorren con todo el placer del mundo.
Lo que quiero es estirarme como ellos, reconvertirme en inmenso tablero suspendido, atirantado, colgado de hilos sujetos al cielo. Y que el cielo lo permita y lo consienta, y que sea posible solidificar las órbitas de los satélites para poder caminar entre las estrellas y los dioses, como decía Platón en el "Fedón", para caminar por el puente Hell Gate de Nueva York, diseñado en 1.916 por Gustav Lindenthal, con 298 metros de torres defensivas, arcos de luz y pasos elevados, siempre elevados, siempre elevándonos. Y si esa es la “puerta del infierno” yo quiero caminar por ese infierno que es cielo y paraíso, por ese arco de acero estirado, por esa interminable invitación a ser caminante a tu lado, a seguir juntos.
Por el puente de madera de Bloedel Donovan que atraviesa el río Skykomish en Washington, y que ya no existe, caminaremos serena y dulcemente. Un puente de madera eterno, inmune al fuego y a la humedad y a los insectos xilófagos; duradero, duro, implacable, permanente en su resistencia alargada, enérgica, entusiasta e insistente; siempre bien apoyado y siempre sugiriendo algo más que un paso de ferrocarril.
Sé que no me creerás o que te costará mucho esfuerzo llegar a entenderme pero, si el universo sintiese lo mismo que yo, comenzarían de inmediato a unirse entre sí mediante puentes todos los planetas con sus satélites, los cometas y los asteroides, los planetas y las estrellas, estrellas y constelaciones, constelaciones y galaxias, galaxias y mundos, mundos y universos, universos y dioses, dioses y dioses, y el dedo del hombre, pintado con sabiduría por Miguel Ángel en "La creación" de la Capilla Sixtina, tocaría por fin el dedo de Dios y todos nos haríamos extraterrestres, pacíficos e inteligentes como los de Steven Spielberg, y podríamos caminar por el puente Salginatobel de Suiza, diseñado por Robert Maillart en 1.930, con los 90 metros más estirados, sutiles, alargados y planificados que existen para no terminarse nunca, repito, 90 m., 900 m., 9.000 m., 90.000 m., 900.000 m.,... como un sueño prolongado, como una invitación al regreso.
Sé que no me creerás cuando te diga que sólo quiero vivir en este sueño, en esta alucinación del tránsito; el continente y la tierra firme son demasiado herméticas para mí en este momento, me aburren, me entristecen, me aplanan, me fatigan, me apagan, me desconectan,... Por eso quiero atravesar el puente George Washington entre New York y New Jersey, diseñado por Othmar H. Ammann en 1.931, con sus 1.067 metros de acero para hacer arcos que sirvan para todos los triunfos, para todos los paseos intermedios, para todas las situaciones imprevistas, para todos los cambios, para todas las vidas en el tiempo.
Sólo quiero tener la sensación del movimiento sin fatiga, la emoción de todos los desplazamientos y del devenir sin causa, la impresión del movimiento sin destino, el sentimiento de la velocidad acelerada que persigue nubes, nieblas, hielos, icebergs, quimeras, móviles de Cálder, pinturas de proyectos de puentes de Yves Tanguy, sonidos inmaculados de Bach, paisajes no inundados de huellas habitables, fragmentos de la filosofía de Heráclito, lunas, sueños,... puentes como el Sydney Harbor en Australia, diseñado por J.J.C. Bradfieldy y Ralph Freeman en 1.932, un arco de 503 metros, contundente, sólido, permanente, perfecto y, a la vez, siempre atento a la solidez y a las causas. Ancho, firme y calculado para prolongarse hasta el infinito de nuestros paseos teóricos.
Si te dijera que, a pesar de todo, no me muevo, que esta manera de ser y de estar en movimiento produce la más perfecta de las inmovilidades, que sólo rivalizando con el vuelo planeado de las gaviotas y de las aves marinas—aéreas soy capaz de aproximarme a lo que anhelo. Si te dijera que busco la paz más extendida, la tranquilidad de la mente o del espíritu (si es que, en realidad, existen tales cosas), me dirías que para eso también sirven la música, el arte, la filosofía y la literatura, que lo mejor de los buenos razonamientos y de los mejores argumentos es que tienden puentes entre creadores y lectores, entre artistas y amantes de la belleza; o, tal vez, que los programas de realidad virtual podrían reproducir lo mismo desde casa y trasladarme hasta el puente Oakland Bay de San Francisco, diseñado por Charles H. Purcell en 1.936 para que sus 704 metros, de cada uno de sus dos puentes colgantes, se encontrasen entre las líneas más puras y el mar. El mar, otro puente inacabado; la vida, otro puente inacabable.
Sé que dirás que soy un egoísta monstruoso, pero quiero atravesar un puente único, el puente de "El espejo en el espejo" de Michael Ende, el puente de los laberintos, el puente definitivo del que pueda ser el Sumo Pontífice, el puente Golden Gate de San Francisco, diseñado en 1.937 por Joseph B. Strauss, que alarga las manos para alcanzar sus 1.280 metros de horizonte, sus posibilidades realizándose constantemente, su invitación a seguir ascendiendo y caminando, “ascendiendo y caminando”.
Y, a pesar de que se haya derrumbado sólo 4 meses después de inaugurarlo, el puente del estrecho de Tacoma en Washington, diseñado por Leon Moisseiff en 1940, con sus 840 metros de atrevido deslizamiento, era un espléndido indicio del peligro que corren los que se atreven a desafiar a la gravedad con ligereza y espíritu aventurero. En cualquier caso sigue siendo una metáfora bellísima contemplar con melancolía sus ruinas, su pretensión rota de llegar más lejos con un “más difícil todavía”. De todos modos el espectáculo es especial y me atrevería a atravesarlo aunque fuese trepando por los cables, aunque tuviese que aprender de nuevo la difícil profesión de funámbulo, todo un entretenimiento juvenil, todo un desafío para la imaginación, un reto para la inteligencia.
Es cierto que no sé para qué me va a servir todo esto, de momento voy pasando, atravieso este puente casi inaccesible y este estar en tránsito es para mí suficiente. ¿Acaso no se dice que la vida misma es un tránsito entre dos difíciles puntos más o menos distantes? Entiéndeme, no quiero alejarme de ti, sólo sé que cruzar el mundo por todos los estrechos y alargados laberintos, que denominamos puentes, se ha convertido en mí en una pasión incontrolable. Igual que los montañeros escalan las montañas simplemente porque están ahí, yo necesito y quiero pasar por todos los puentes, mejor si son públicos, para todos, sin peaje, simplemente porque están ahí, porque se han construido, porque alguien los pensó necesarios, porque existen y mientras existan hay que darles vida y confianza. ¿Qué sería de un puente por el que no pasara nadie?, ¿no sería un sinsentido?, ¿cabe soledad más grande?, ¿habría que destruirlo? Pero nadie debe destruir el puente colgante Mackinac de Míchigan, diseñado por David B. Steinman en 1.957, que estira sus 1.159 metros sobre el placer de la ingravidez y sus 2625 m. de anclaje a anclaje y una extensión total de 8 km., sobre el vértigo dominado, sobre la delicada invención de la vida inclinada, alargada e incesante.
Mañana no sé dónde estaré, creo que duermo en el coche, todavía tengo dinero para seguir, jamás podré resignarme a quedarme quieto si no es sobre un puente. Por favor, entiéndelo, no huyo de ti, sólo quiero ver el mundo desde las más sofisticadas líneas que lo comunican y lo acercan, lo descubren y lo inventan. Quiero verlo desde el puente sobre el Lago Maracaibo, diseñado por Riccardo Morandi en 1.962, con una longitud de 8.800 metros repleta de esculturas abstractas, letras geométricas “A”, “V” y “H” (¡eso es escribir!) repetidas para cruzar, para crear un nuevo perfil sobre el lago, para atravesar todos los paisajes, para atreverse a rivalizar con todos los abrazos y capaz de expresar algo más que tensión y compresión, algo más que pasión.
No sé qué será de mí hoy ni mañana, simplemente estoy vivo, de vez en cuando, en medio del puente en medio del mar, paro el coche (eso creo) y miro a la nada del más inmenso océano indiferente a todo lo humano. Créeme, yo no soy necesario, viajar es necesario, el azul es necesario, el movimiento uniforme se ha apoderado de mí y no me suelta. Me iré a Florida, a la bahía de Tampa. Y no quiero hacer figuras literarias, para eso ya están los puentes, yo me dejaré llevar por el puro deleite de estirarse hasta lo que materialmente es infinito, alargarse tanto en el tiempo como la eternidad aconseja y encontrarse uno consigo mismo y con los demás en un planeta revitalizado con obras así, que apenas se atreven a tocar ni a rozar la superficie del agua. Me iré a Florida a atravesar el puente Sunshine Skyway (“puente de la ruta aérea del sol”, ¿no es esto poesía?) de 6.600 metros, diseñado por el Figg Engineering Group en 1.987, por el puro placer de estirarse, alargarse y encontrarse.
Miro a ese extenso océano y no veo, no hay, nada más que la inmensidad, el puente y yo la cruzamos y nos detenemos para contemplarla, para sentir con más intensidad nuestra insignificancia y nuestra profunda resistencia a ser solamente materia. ¡Bienaventurados sean los grandes ingenieros que no se resignan!, ¡bienvenidos los más atareados en la difícil maniobra de alargar las pasarelas y los viaductos hasta convertirlos en las órbitas de las trayectorias de los anillos de Saturno!, ¡bienaventurados los discípulos que alargan y realizan los proyectos de sus maestros!, ¡bienaventuradas las autoridades portuarias de Honshu—Shikotu por elegir en 1.988 los puentes Hitsuishijima Iwakurojima (3 puentes colgantes, 2 de tirantes, 3 viaductos, 1 de entramado de acero) como unos verdaderos caprichos imprescindibles de sucesión en forma de puentes atirantados! Unir, coser, comunicar es necesario. Delirios y magias, grandezas y excelencias de la imaginación de la materia.
Seguiré mirando, seguiré caminando por el puente interminable, no sé si llegaré a algún lado, no sé lo que me espera, pero sé que este estar cruzándolo me dará sentido, y el sentido solidez y la solidez aplomo, y cuando ya no tenga posibilidad de desplazarme ascenderé a lo más alto de los pilares que sostienen a los puentes colgantes y allí, despacio, me jubilaré o me instalaré encima del puente Lusitania en Mérida, con 189 m. en el tramo central, diseñado por Santiago Calatrava en 1.991 como un verdadero mecanismo de relojería y allí me quedaré soñando con ampliar el puente hasta el final, desde Gijón hasta Sevilla y Cádiz, para unir lo que estaba dividido, para llegar a las dunas de la Ruta de la Plata.
A veces los puentes me saludan, me iluminan con sus farolas en la noche tan substancial, a veces vibramos simultáneamente y en la misma frecuencia, a veces los vientos me impiden continuar y me detengo, descanso, me apoyo en estos inmensos pilares—torres de hormigón o de piedra o de acero y siento su protección, su abrigo, su abrazo y su sosiego. Los puentes no tienen miedo, ni siquiera del futuro, ni siquiera de estilizarse al máximo y de ser pura silueta del vuelo como el puente Natchez Trace Parkway Arches (“Arcos del camino de los natchez”) en la ruta 96 de Tennessee desde 1.994. No se puede hacer con más sencillez una obra de perfil más genial.
Vivir en un puente, no debajo de un puente, vivir en un puente, en un arpa gigantesca que estira y tensa sus cuerdas bien afinadas, en un piano de cola infinita, en un continuo instrumento musical prolongado. Puentes, luces, sonidos y la música que siempre me acompaña. Y el puente atirantado Erasmus, de 280 metros de luz, diseñado por Ben Van Berkel en Rotterdam, verdadera escultura vibrante, compensada y armónica, siempre en tensión, siempre estable, permitiendo la comunicación.
O esos 12,9 km. que alargan el puente (tubular de hormigón) Confederation en Canadá desde 1.997 con la sublime intención de alargar y acortar las distancias. Atraviesa el estrecho de Northumberland, 44 tramos que forman 22 puentes individuales unidos, ¿por qué no 220, 2.200 ó 22.000 y recorrer el planeta entero?. Esas inmensas grúas flotantes que colocaron las inmensas vigas de 192 m. de largo, la técnica aquí es tan fascinante que permite el paseo más vigoroso, poético, saludable y efectivo.
O el puente colgante Tsing Ma en Hong Kong, con sus 1.377 metros de alegría suspendida para cruzar y cruzar. Y fiel a mi tradición de recorrer a pie el puente una vez inaugurado, quiero seguir y renovar ese contrato permanente que tengo con los puentes que cruzan y unen, que nos llevan más allá de nosotros.
O el puente Gran Belt en Dinamarca que presume de sus 1.642 metros, desde 1.998, para superar todas las superficies del agua a través de una línea blanca. Unir, unirlo todo, enredarlo de hilos, puentes y madejas, unir con ilusión y con entusiasmo, unir con alegría como si un niño jugase a pasar de un lado para otro, como si Calder colocase sus móviles.
O el puente colgante Akashi Kaikyo en Honshu—Awajien en Japón, con sus 1.990 metros de acero suspendido por la pura alegría de ser acero y de resistir. Por eso hay que tentar a los dioses y al destino y seguir atreviéndose a estirar esos puentes, aunque se caigan, aunque todo sea empeño, afán, pasión, ilusión y alegría; a veces los puentes son insuficientes para lo esencial y, a la vez, tan necesarios para vernos a nosotros mismos capaces de seguir adelante.
O el puente Tatara en Onomichi—Imabari en Japón, de 1.999, con sus 890 metros, puro delirio de arpas verticales, puente vertical, delirio del alma viajera. Los puentes, como la vida, son siempre provisionales, finitos, mortales y, por desgracia, tienen fecha de caducidad, deficiencias técnicas, grietas, abolladuras, pequeños y grandes defectos y se ven sometidos al viento, a la lluvia y al tiempo, son vulnerables a la distensión y a la corrosión; pero también tienen intenciones eternas y, por eso, son superiores a las piedras, hierros, aceros y hormigones que los componen, los hacen reales y los solidifican.
O el puente Oresund, del año 2.000, de 42 tramos y 51 pilares, con una parte central de 1.092 metros y 2 puentes anexos de 3.793 y 3.014 metros, que une y comunica Dinamarca y Suecia; también de 42 naciones y 51 habitantes, de 42 planetas y 51 ilusiones, con su elevada y estirada elegancia de cables oblicuos.
O la escultura gigantesca que construyó en 1978 Carlos Fdez. Casado en Navarra, el puente Sancho el Mayor y sus 146,30 m. de perfecta armonía de cables, tensiones y horizontes estructurados.
O el viaducto de Milleau, inaugurado a finales de 2004 en Francia, diseñado por Norman Foster y el ingeniero Michel Virlogeux, con una longitud de 2.460 m. y con el punto más elevado de su estructura de acero y hormigón a 343 m. de altura para sostener una línea horizontal a 270 m. sobre el río Tarn; hay siete veleros blancos y gigantescos que surcan el cielo de un mar de niebla imposible pero de una forma admirable y elegante, hay un equilibrio delicado que parece tan frágil y ligero como el de una mariposa y tan fuerte como para resistir las 36.000 toneladas de la calzada de acero; sencillo y complejo a la vez, audaz, atrevido, cómo renunciar a pasear por su altura, cómo alejarse del nuevo paisaje construido, cómo vivir lejos de su firmeza.
O ... “Si queréis creerme, bien. Ahora diré como es Ottavia, ciudad telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas ... Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la red no sostiene más que eso.”
Italo Calvino: “Las ciudades invisibles”
Porque todos los puentes son capaces de componer un nuevo capítulo de “Las ciudades invisibles" de Italo Calvino.
Y todavía debería considerar la posibilidad de que las nubes y las dunas fuesen puentes y los puentes dunas y nubes haciéndose, deshaciéndose y rehaciéndose constantemente. Y que todos los puentes se construyen para unir dunas móviles, cambiantes nubes.
Si queréis creerme, bien ... :
A. Aldebarán, Altair, Andrómeda. Todos los habitantes de Venecia abandonaron pronto sus góndolas cuando se dieron cuenta de que los canales de agua de su ciudad se estaban llenando de arena; su sorpresa fue creciendo cuando vieron que la arena dominaba por completo la venerable, histórica, invicta y bella ciudad, orgullo de toda la humanidad. Poco a poco todos los canales, antes navegables, se llenaron de dunas, grandes y pequeñas, anchas y estrechas. Los habitantes de Venecia al principio se creyeron desgraciados, como si una maldición bíblica hubiera caído sobre ellos, pero en pocas semanas se dieron cuenta de que podían ser todavía más felices, las dunas respetaron todos los puentes y pasarelas de la ciudad; como si fueran conscientes del mal que podían causar, pasaban por debajo de todos los puentes, también por debajo del puente de Rialto. Las dunas también respetaron las casas, no entró jamás ni un grano de arena del desierto por las puertas ni por las ventanas, aunque estuviesen abiertas. Las casas, los palacios, las catedrales, los museos, todos los edificios se vieron libres de esta caprichosa y admirable invasión.
El gran reloj de arena había perdido una pequeña parte de su contenido por el medio, allí donde todo se estrechaba y los granos de arena tenían que descender casi de uno en uno, y perdía la arena para llevar la alegría a los niños que se deslizaban por las dunas de la antigua, venerable, histórica y admirable ciudad de Venecia, ahora llamada Dunecia.
Los habitantes de Venecia se alegraron de que el maestro Antonio Vivaldi compartiera con ellos su alegría y les comunicara un buen día su nueva afición: considerar a las dunas y las nubes como una forma de música sólida y fluida, eternamente joven, variaciones innovadoras, inocentes e inmaculadas de una música perfecta.
B. Betelgeuse. En Nubonia las cosas eran y son diferentes a como creemos que son aquí; allí las nubes, no muy abundantes, permanecen fijas en el lugar que ocupan y son los horizontes, las montañas, las lomas, los campos, los ríos, los mares, las casas y los hombres los que se mueven, cambian, se difuminan y desaparecen.
Al principio, cuando apenas llevas unos días en Nubonia, no entiendes nada, pero al cabo de un tiempo ves la extraña coherencia de este nuevo y extraño estado de cosas. Al fin y al cabo que las personas cambian es algo que sabemos casi todos; que los edificios, casas, construcciones, son históricas, que hace cientos, miles de años, no existía nada de lo que ha construido el ser humano sobre la tierra, está bastante claro. Y que dentro de miles de años casi nada de lo construido, fabricado y hecho hasta ahora existirá, también es evidente y parece evidente y calculable. Esa es la gran habilidad de Nubonia, no engaña a nadie sobre la importancia de las cosas, todo pasa excepto las nubes, nada permanece excepto el aire y la atmósfera. Lo que habíamos creído más sólido y alejado de los cambios, resulta que es lo más temporal, agitado, caduco y efímero.
Extraña para nosotros y, sin embargo tan lógica, Nubonia es la demostración de que lo que creemos contingente puede ser necesario y que lo que creíamos de granito perenne se deshace lentamente entre el ritmo imparable de los cambios, de las estaciones, de los días y de los proyectos. En Nubonia sólo las nubes y las veletas ocupan su lugar eternamente estable y permanente, el resto, tanto las cordilleras como los desiertos, los llanos como las dunas, las personas como sus construcciones y proyectos vitales, son cambiantes.
(...
—¿Y hay puentes entre Ottavia, Venecia y Nubonia?
—Creo que sí.
—¿Cómo serán esos puentes?
—Los necesarios para comunicarse con los demás y cada uno consigo mismo.
—Para estar unidos desde orillas separadas.
—Para que los pájaros y las aves puedan apoyarse y descansar.
—Esperemos que no aparezca ningún serio demiurgo a estropearlo todo.
—Yo sólo espero que se cumpla “El principio esperanza” de Ernst Bloch.
...)
C. Casiopea. Aunque recorras todas las ciudades de la Tierra, tanto las visibles como las invisibles, no encontrarás nunca una ciudad con un alma tan bella, un espíritu tan delicado y alegre encarnado en un cuerpo tan ágil y armonioso. Es la ciudad perfecta, construida por arquitectos que parecen padres, conocedores de su arte; tanto puede el amor que es capaz de vencer todas las dificultades.
En Nubecia era todo tan dulce, tan mimoso y tan tierno, era todo tan apasionante, tan volcánico y tan cariñoso, era todo tan gracioso y sublime que sus habitantes sabían la verdad: nada es tan esencial como la alegría (el verdadero arte), la felicidad y el placer de verse cada día especialmente elegidos por el director de la ciudad y por todos los directores de iluminación, de fotografía, de escena, de vestuario,... era difícil saber cómo lo hacían, pero ella estaba siempre especialmente iluminada, radiante, ¡qué suerte poder contemplarla!, ¡el jubileo perpetuo!, ¡la fiesta constante!
El privilegio de verla era tan especial que sólo se le otorgaba esa oportunidad a un mortal un solo día a lo largo de su vida. Pero, ¡qué día! Y era tan difícil hacer lo que no se sabía hacer, llegar hasta ella,... buscar entre todas las caras, buscar el reparto más adecuado entre miles de millones de mujeres para dar con la actriz indicada y apropiada que representase a la ciudad,... elegida eres entre todas las mujeres...
Paseando por la ciudad puedo llegar a tener la sensación de que tal vez no se comprende nada, pero me gusta tanto verla... estar en ella... hablarle. Si el amor pesase la ciudad estaría hundida en el centro de la Tierra; si la armonía y la pasión y el deseo y la belleza y el cariño más tierno tuviesen masa, y si los cálculos de Newton fuesen de aplicación en estrellas tan delicadas, todos los astros girarían en torno a Nubecia. Por eso, insisto, si alguien llama “caer” a lo más puro, yo lo llamaré “ascender, volar, levitar, ser celestial”, porque el cuerpo y el espíritu, el placer y el nirvana, son una y la misma cosa pensadas desde nuestro mismo punto de vista.
Es complicado estar, ser, vivir tan enamorado de la ciudad, soñar con ella; es complejo ser tan feliz mientras no has dejado de ser un satélite que gira diariamente para sobrevolar su belleza.
D. Denébola. Después de muchas indecisiones se atrevieron a ascender a lo más alto, no fue fácil armonizar todos los esfuerzos, los movimientos y los acoplamientos necesarios para subir sin peligro. Días de entrenamiento, semanas de estudios y ensayos, luego meses de puro y esforzado idilio, años de éxtasis, pero al final consiguieron elevarse por el mástil más alto de la ciudad. Ninguna acróbata tenía su agilidad ni su sensualidad, ningún funámbulo se había atrevido a tanto, ninguna trapecista era tan atractiva ni tan dinámica, ningún saltimbanqui se movía con la habilidad de su deseo, nadie se había adelantado tanto en altura ni en euforia como ellos.
Ascendieron tan alto que eran casi invisibles para el resto de los habitantes de la ciudad; desde su posición las playas y las nubes estaban muy abajo, muy lejos y el mar era infinito. ¡Cuántos planes habían hecho abrazados!, ¡cuántas maravillas de altura habían conocido!, ¡cuántos cielos habían visitado! ¡Daban un salto, un impulso hacia arriba y allí se quedaban, levitando, tan felices que parecía imposible!
Pasaron meses y años de felicidad allí arriba, perfectamente compenetrados, como si estuvieran hechos el uno para el otro, como si fuesen creados a su justa medida; ella era divina y él le hacía cada día un homenaje encendido, incendiado, apasionado. Pero algo sucedió, un día ella no quiso volver a mirar hacia arriba, no quiso compartir la altura ni los movimientos aéreos que habían conquistado en el arte del circo... y les quedaba por explorar, por descubrir, por compartir, por vivir juntos lo más bonito y lo más importante.
Él se quedó colgado a la misma altura y en la misma posición a la que habían llegado, pero ahora todo le parecía extraño, sin ella parecía un pobre tonto melancólico y ridículo. La esperó durante meses, la esperaba semanas, la estaba esperando durante días, la espera ahora y sigue allí arriba, desorientado y solo, sin atreverse a bajar por si ella un día mira hacía su antiguo paraíso, sin atreverse a pensar otra cosa que en lo que había hecho mal, tenía que explicarse por qué ella no quería levitar, por encima de la red de seguridad, como antes.
(Él se quedó encantado, había conocido la perfección y ahora ya sabría y podría vivir. Hablaron muchas veces sobre su experiencia y los dos siguen siendo amigos. Ninguno quedó enganchado allí arriba, ninguno idealizó la situación, eran adultos y los dos sabían caminar por el cielo y por la tierra.)
Como suelen ocurrir todas estas cosas, el tiempo también se anima y sigue sucediendo con su poderosa letanía, él sigue en la máxima altura, sabe que no podría ascender más, pero que podría cambiar de mástil o de atmósfera, descender del Olimpo, deslizarse por los cables inclinados hacia posiciones más cómodas; él sabe que lo más sensato sería volver abajo, pero no se resigna fácilmente a perder la posición de plata que habían logrado.
(Siguen siendo amigos, de vez en cuando se ven, hablan y se ríen, los dos viven sus vidas. Guardan un maravilloso recuerdo de su amor por las alturas, pero ya lo han integrado en esa realidad tan cotidiana que casi parece necesaria.)
Cada ser humano lleva su determinación en su interior, él permanecería siempre allí, esperándola, aunque aparentemente caminase por la también hermosa superficie de la tierra.
(Los dos siguieron viviendo, cada uno continuaba su trayectoria, ahora algo más alejados.)
(...
—No conozco mayor felicidad ni mejor conocimiento, no existe más verdad que vivir con el arte de sonreír siempre a todo.
—Eso no es tan importante.
—Es decisivo, esencial y fundamental. Estaríamos perdidos sin esa capacidad para aprender de la gracia de cada día.
...)
E. Espejo de Venus. En la ciudad de Asinecia todos los ciudadanos sabían la verdad: el mayor bien, y al que tenían en mayor estima, era la alegría de vivir, el placer de verse, el gozo de encontrarse, la felicidad de coincidir en el espacio y en el tiempo, la risa de todos, el idilio con su propia atmósfera, la armonía de sus edificios y la proporción de sus proyectos. Vivían todos como si pudiesen continuar asistiendo a una fiesta eterna o, al menos, casi interminable. También sabían, que, entre todos, dos eran los más sabios y felices habitantes de la ciudad, porque su alegría era tan grande y tan firme, su placer tan verdadero, su gozo tan auténtico y su felicidad tan superlativa y exagerada que no había matemáticos ni astrónomos capaces de calcular todos los datos que nos permitiesen a los demás repetir sus brillantes trayectorias.
Era fácil saber que eran los más sabios, casi era evidente, sólo ella era capaz de renovarse cada día permaneciendo idéntica a sí misma, era capaz de ser tan encantadora como irresistible, tan atractiva y delicada como inolvidable en cada presente, tantas eran sus posibilidades estéticas que el cielo se ampliaba y se transformaba en mil y un paraísos; sólo él era capaz de hacerle cada día un merecido homenaje por su inmensa belleza, por su infinita alegría, por su maravillosa presencia y su inolvidable figura.
Los días se sucedían y toda la ciudad empezó a creer que eran mimados por los dioses, todos reconocían que allí estaba pasando algo admirable, sorprendente y asombroso. Pasaron muchos años, creció su fama y todo el mundo quería conocer la ciudad de los sueños, se acrecentó el número de hoteles y de visitantes; todos querían sentir, aunque fuese de pasada, esa sensación de estar asistiendo a algo irrepetible: hacía cincuenta años que todas sus calles se habían convertido en canales como los de Venecia.
Así cualquiera.
F. Fénix. Ahora era él el que estaba descolocado, si vivir una vida era francamente difícil, vivir dos vidas paralelas requería de unas habilidades más que sobresalientes, y vivir tres vidas, con tres mujeres, ¡tres, sí! —ya iba siendo hora de confesárselo todo y de que ella se enterase— era prácticamente una misión imposible.
Cuando intentó, delante de ella, y para aclararse, unificar sus tres vidas paralelas, es decir, llamarla por teléfono en su presencia después de enviarle un mensaje, la triple realidad se desvaneció porque no pudo resistirlo y todo lo virtual se hizo real, era ella, triplemente ella, tres atributos distintos de una substancia infinita. Pero él seguía descolocado porque no sabía a qué atenerse, no sabía si debía seguir o parar o continuar como hasta ahora, no sabía si debía retroceder o seguir cuidándola o raptarla, no sabía si debía decirle toda la verdad o escribirle esto o insistir tanto, no sabía si podía molestarla con una sola letra o con el más mínimo gesto o con un poco de silencio; tan difícil era interpretar los mensajes de las diosas, sobre todo si tenemos en cuenta que él sólo era un simple mortal, un pobre diablo, cuya afición más elevada era mirar los movimientos (sutiles, eso sí) de los móviles de Calder, aquellos móviles inspirados en su pelo, más delicado que la “Seda” de Baricco.
Ahora era él el que estaba descolocado, totalmente desconcertado, esperando saber algo a ciencia cierta, porque podría volverse loco de la emoción y transformarse y ser sólo un puro mensaje de amor.
G. Guirnalda. En aquella ciudad las personas que se enamoraban recibían la felicitación pública de todos los ciudadanos y de las autoridades de la ciudad. Así, al finalizar cada semana, cada sábado por la mañana y desde el balcón del Ayuntamiento, se relataban los méritos de los afortunados miembros de la Comunidad de los verdaderos Anillos, los más enlazados por el verdadero amor. Esto les resultaba muy extraño a casi todos los habitantes de otras ciudades vecinas que a veces llegaban como viajeros o turistas a contemplar tan extrañas ceremonias y lo hacían con una mezcla perfecta de asombro, de admiración, de sorpresa y de perplejidad.
Pero todo no era tan sencillo como podría uno suponer cuando lo veía por primera vez. La realidad es que todas las personas de la ciudad eran bastante felices y vivían, en una notable armonía, enamorados; hasta ahí la cosa no tenía mucho mérito. Por eso no sólo se mencionaban los nuevos casos de contagio del amor o la aparición de nuevos síntomas de felicidad en una pareja que antes no los tenía, lo más admirable era que para llegar a merecer el máximo reconocimiento de la ciudad, al estilo de los famosos casos históricos y bien documentados (como por ejemplo Dulcinea y Don Quijote, Julieta y Romeo, Euridice y Orfeo, Beatriz y Dante, Isolda y Tristán, Melibea y Calixto, Eloísa y Abelardo,...) los amantes debían reunir muchísimos méritos.
Los amores fáciles y sencillos apenas merecían más que un reconocimiento de puro trámite. Los amores más difíciles y complicados que habían logrado salir adelante merecían los mayores honores y recompensas. A los amores imposibles se les otorgaban las máximas distinciones y, por eso, todavía eran más celebrados con fiestas que se prolongaban durante semanas. Pero los que llegaban a las aclamaciones más fervorosas y ardientes eran los amores invisibles, esos que podían haber durado meses o años y que nadie había presentido ni adivinado excepto sus felices y alegres protagonistas, a veces ansiosos, a veces puro deseo, a veces vértigo y delirio. Esos que sabían perfectamente que todo el tiempo que habían vivido no había sido más que esa larguísima espera para encontrarse en sus brazos, esos que tantas veces habían tenido que superar durísimas pruebas de ausencia y terribles obstáculos de distancia, esos que ni siquiera estaban seguros de si su amor era real o puramente imaginario.
H. Hipocrene. Dicen que Asialtia casi es una ciudad vertical, que está llena de plazas y de rincones donde nadie sabe llorar ni es desgraciado, donde sólo hay sonrisas, entusiasmos, suspiros de amor, pasiones,...
Hay días en que, si algún habitante lo intenta con mucha fuerza de voluntad y se concentra, la suerte les sonríe a todos y entonces empiezan a trepar por las altísimas sequoias que están plantadas en todas las plazas y jardines, algunas llegan a medir más de 145 metros de altura, y todos quieren subir hasta arriba del todo.
Los niños y los mayores quieren saludar así a las lunas y a los soles, a los arcos iris, a las nieves y a las dunas. En el fondo saben que cualquier excusa es buena para encontrarse en el cielo y ascender hasta lo más sublime.
Los viajeros mejor informados dicen que no hay ningún indicio de melancolía en sus rostros, que son felices, que ante cualquier problema, por pequeño que sea, ascienden a lo más elevado de sus árboles y se acercan a sus dioses.
Dicen que, a los más valientes y atrevidos, a los que han subido hasta la rama más alta, frágil y delicada, hasta la dorada rama de plata, las diosas les susurran que están en lo cierto: ascender es mejor que vivir a ras de la tierra, ser feliz y sentirse emocionado es preferible a vivir exclusivamente de la seguridad del suelo, respirar más y más arriba es mejor que ir arrastrándose, que ir tirando.
(La verdad es que, algunos, cuando se veían, se llenaban de entusiasmo, entonces se escribían desde las máximas alturas alcanzadas, y sus letras crecían enormemente y se hacían MAYÚSCULAS, pero había días que se deprimían un poco y sus letras eran desiguales, imperfectas, raquíticas, asimétricas. Así no se podía escribir ni vivir. Pero siempre volvían los días sonrientes en los que todo lo alegre se propaga y se prolonga y nada se apaga.)
I. Isirio. Si dejase que todo mi ser recuperase la memoria,... En fin, aceptaré tu proposición: seremos amigos del Cielo del cielo, de la perfección del paraíso, de la máxima altura en el Olimpo.
J. Juno. La ciudad era un tesoro tan sobresaliente que sólo verla, ahora, era una fiesta, pero no una fiesta cualquiera,
una fiesta de más de diez mil millones de años de dioses enamorados de la Belleza, pero no de una belleza cualquiera,
una Belleza tan extraordinariamente eterna que todas las diosas y los dioses de las enciclopedias se morían de envidia, pero no de una envidia cualquiera,
una envidia sana, delicada y de plata, de oro y de platino que consistía en admirar y en reconocer la majestad suprema, pero no una supremacía cualquiera.
K. Korona Borealis. Recorreré todos los caminos de todos los sentidos de todos los laberintos de todos los placeres interiores de tu alma y me dedicaré a creer que existe la perfección.
L. Luna, Lyra. Es maravilloso saber que la materia y la energía se han transformado y evolucionado tanto para lograr la perfección.
LL. Lluvia de meteoritos. A mí no me hubiera importado recibir un flechazo y permanecer herido durante el resto de mi vida, no habría protestado mucho si no se hubiese dedicado tanto a mí y sólo me hubiese clavado una de sus deliciosas saetas, pero lo que no sé es de dónde ha sacado tantos millones de flechas porque cada día sigue acertando en todas mis dianas y en su tarea de afinar su dulce puntería sobre mí.
Porque lo que no se puede hacer es seguir recibiendo un flechazo tras otro, y muchos cientos cada día, y así un día tras otro, no hay sistema emocional que lo soporte, no hay derecho a tratar tan bien a una persona dirigiéndole a él, y sólo a ella, tantas estelas de amor, tantas estrellas, tantas lunas afiladas que sólo hacen crecer el amor y no la realidad tan deseada.
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