4. LO IMPORTANTE ERA QUE CAMINABA
“Y aunque se os hayan malogrado grandes cosas, ¿es que por ello vosotros mismos os habéis malogrado? Y aunque vosotros mismos os hayáis malogrado, ¿se malogró por ello el hombre? Y si el hombre se malogró: ¡bien! ¡adelante!”
(Nietzsche: Así habló Zaratustra)
Lo importante era que caminaba, que todo a su alrededor era mar en calma, océano en calma, líquido en calma, inmensa tranquilidad en reposo, silencio en calma, sus pasos con calma. Un merecido silencio, ¡por fin solos!, el silencio y él. Una extraordinaria quietud, una suave serenidad, al menos eso, el mar tranquilo lo relajaba, le daba ánimos, le susurraba al oído masajes de eternidad. Sebastián estaba empezando a sonreír.
Si miraba hacia atrás ya no divisaba la playa ni la tierra y la pasarela se extendía hacia delante, no parecía terminar nunca. Tal vez, si se pensaba bien, no se necesitaba nada más en la vida, un camino sólido y estable, un sentido claro, una dirección definida y concreta y pocas complicaciones. Sí, también necesitada reír, disfrutar con algo, pero para eso sólo estaba su recuerdo.
Y así siguió durante horas y horas, caminando, sin sentir ningún tipo de agotamiento, pero también hasta el mar llegan noticias del hombre y de su humanidad, del hambre y de la sed, también llegó la hora de sentir el informe preciso sobre sus propios estados carenciales, y eran tantos que ya estaba acostumbrado a no hacerles caso, a convivir con ellos, a soportarlos. A su favor se puede decir que nunca se resignó, siempre recordaba la frase de Nietzsche “antes desesperar que resignarse”.
Se detuvo, abrió su mochila, se sentó en el suelo de madera y se dispuso a comer algo y a beber agua. Después de un placentero y merecido descanso siguió caminando, si había salido muy temprano por la mañana ahora debería ser ya la hora del atardecer y el sol, tan generoso y espléndido como siempre, tan magnífico y sublime, se alegraba todavía de manifestarse y de iluminarlo todo. Allí estaba pasando algo extraordinario pero aún no lo entendía. Pero en aquel estado en el que se encontraba lo de menos era entender, comprender era lo que menos prisa tenía, lo que necesitaba con urgencia era reestablecerse emocionalmente de casi todo su pasado.
Continuó su camino pensando cómo era posible esta pasarela, por qué no la había visto nunca antes, por qué los periódicos ni siquiera habían mencionado su construcción ni su inauguración, cómo pasarían los barcos por la línea que ocupaba, por qué no se encontraba con más caminantes si era un auténtico placer pasear por allí,... tantas preguntas y tanto silencios como respuestas... Y siguió adelante, disfrutando de la inmensa serenidad del mar relajado, y pensando cómo sería esta pasarela con el mar en plena tempestad, si sería peligroso, si sería otro acto ilógico, absurdo e imprudente de los suyos caminar sobre las aguas,... por la noche cenó un poco, sacó su saco de dormir en medio de una paz absoluta, encima de la pasarela de madera.
Por la mañana, cuando amaneció en el segundo día de su camino, huída, aventura, peregrinación, terapia, viaje, después de comprobar que todo seguía como el día anterior, prosiguió su itinerario, pensando que tal vez su estado era como el del mar, feliz, tranquilo, melancólico, sereno; necesitaba olvidar y descansar, olvidarse y descansar de todo lo que le había sucedido desde,... casi desde el nacimiento. ¿De qué estaba huyendo?, pensó.
Se imaginaba que cada kilómetro de pasarela era un fragmento de su vida, desde el nacimiento, la infancia, la juventud, el amor, los viajes, las maravillas, el trabajo, sus hijos, sus encuentros y desencuentros sentimentales, su fatigado salvar y saltar por encima de los obstáculos, deficiencias y conflictos. A punto de cumplir 33 años se encontraba ya cansado, demasiado cansado, casi metafísicamente “agotado y sin ideas”. Y las dunas seguían acumulándose y el mar que recorre ahora es de arena y no de agua, y las olas son dunas y el laberinto es el desierto. Pero Sebastián seguía caminando.
(...
—¡Qué extraño personaje y qué extraña escena describes!
—Sí, es algo enigmático, pero es igual que nosotros, con unos años más, pero como nosotros.
—¿Está huyendo de algo o de alguien?
—No lo sé muy bien, pero puede parecerlo.
—Es como si estuviese atravesando ese desierto de agua, de olas, de dunas y de nubes para superar una experiencia que lo ha dejado bastante mal.
—Sí, puede ser.
—Tendrías que darle un tono más optimista.
—Sí, lo haré. Quiero que ahora me ayudes.
—¿A qué?
—Imagínate que se encuentra con alguien y que, en forma de diálogo, se cuentan sus intimidades.
—Puedo imaginarlo, ¿y?
—¿Puedes ayudarme a escribirlo?
—De acuerdo, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que, pase lo que pase, siempre podamos hablar como buenos amigos.
—¡Perfecto!
—Entonces me decías que se encuentra con alguien y hablan.
—Sí, aunque no sé si parecerá muy real.
—Es igual, si hablan será real, si se comunican es real.
—Ya, pero una cosa es hablar y otra transmitir algo digno de ser escuchado, comunicarse de verdad.
—¡Ya empezamos con la vanidad!, ¡hablan!, eso es todo.
—¿Cómo nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Si podemos ser nosotros mismos los que hablemos a través de estos personajes.
—Sí, claro, de alguna manera tendremos que ser nosotros.
—Es que a veces es tan difícil comunicarse, intentamos encontrarnos y hacemos como si no nos importase.
—No es sencillo.
—Puedo proponerte que escribamos juntos y discutir contigo las dificultades de los personajes.
—Sobre todo de Sebastián, que parece que no sabe estar en el mundo.
—¡Es humano!
—Sí, y además podía ser un poco más inteligente, espabilado, maduro.
—No sé si no será pedir demasiado, de todos modos tomo nota.
—Me alegro de que seas capaz de hacerlo.
—¡Bueno, hacer,... hacer,... lo que se dice hacer,... ya sabes que es muy difícil imaginar a un hombre haciendo algo bien,...!
—¡Inténtalo!
—Ahora lee tú esto:
...)
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