Ignacio no entendía nada, pero les contó:
—Hay que volver al trabajo como si estuviera vivo, como si no hubiera pasado nada, como si volviera...
El primer profeta que llegó a Polombia se dejó llevar por sus inclinaciones poéticas y, más que ayudarnos a resolver los problemas que teníamos, se limitó a disfrutar de los hilos del aire y de los caprichos del viento. En realidad nos encantaba que nos visitaran porque ninguno de nosotros pretendía conocer el secreto del saber vivir mejor que los demás. Por eso, que alguien nos contase sus sueños, nos abriese su corazón o nos regalase el relato de sus ilusiones, sólo nos hacía bien. Por supuesto a nadie se le ocurría pensar que su historia o su cuento o su interpretación de la vida y los hechos era mejor que las de los otros. Simplemente vivíamos y el hecho de conocer otras formas de escribir y de respirar en el mundo, lo considerábamos una fortuna inmensa, una de las cosas más valiosas de nuestra curiosa civilización a la que algunos llamaban respetuosa y tolerante y otros, más lúcidos, denominaban civilización humana, verdaderamente humana.
Otros poetas nos contaron la evolución en el arte de la pintura y en el de la escultura, era maravilloso.
Sebastián insistía en poner títulos: “A escala de la estrella roja”:
—A su escala también el micrometeorito reflejaba el impacto que sufrió al acercarse tanto a la explosión de la gran supernova roja; ahora en el centro de su alma se aprecia una especie de cráter circular con fondo plano. Si se presta mucha atención se puede notar la vibración de una especie de latido constante, un ritmo que manifiesta una vida que de ninguna manera quiere renunciar a seguir existiendo, a pesar de que ahora apenas pueda disfrutar de los placeres espaciales, de las alegrías planetarias o de las felicidades terrenales y cósmicas; aunque ahora apenas se divierta en su nueva y excéntrica órbita y todo se parezca cada día más a un prosaico aburrimiento interestelar.
Si de mí dependiese el mundo sería para la belleza. Sí, sé que no soy capaz de ser atractivo ni prudente ni sabio, que el día que empiece voy a estar diez horas seguidas llorando...
Yo también era uno de esos imbéciles que creía que los niños debían sacar buenas notas y no mojarse ni ensuciarse...
Podría hablar años seguidos de lo que siento.
Miguel les propone a todos una aventura literaria:
—En Polombia, cuando querían empezar a contar una historia, siempre se permitían el lujo de introducir ciertas expresiones escépticas sobre la importancia que se le suele conceder a la relación causa-efecto, sobre la línea imaginaria que uniría hechos probados y consecuencias e, incluso, sobre las célebres unidades de acción, espacio y tiempo.
Vivir tantos años y en tantos lugares, asistir a tantos acontecimientos, moverse tanto por el mundo... suele dar una perspectiva un poco más dinámica de la existencia, poco respetuosa con la uniformidad de los modelos vigentes y bastante inclinada hacia el relativismo de cualquier principio sostenido con insistencia. Por eso, cuando quiso relatar lo sucedido, no podía ni quería ni sabía, si hemos de ser sinceros, seguir las indicaciones que, a este respecto, habían propuesto Homero, Shakespeare y Cervantes; ni siquiera le servirían en esta ocasión las de algunos más contemporáneos, como Italo Calvino. Borges, García Márquez o Luis Landero.
Se necesitaba ser casi del todo inconsciente (cosa que él conseguía con mucha facilidad), dejarse llevar por la historia, seguir la vida sin indicaciones, porque cualquier darse cuenta de la posición de un adjetivo, cualquier advertencia de la falta de subordinación de una frase, cualquier vacilación semántica... haría imposible describir lo que se intenta.
Sabíamos todos que tenían la cabeza llena de palabras, de hermosas palabras juguetonas, de libros eminentes, de ideas brillantes, de imágenes, de películas emocionantes, de paisajes y de viajes perfectos... y que eran demasiadas; sabíamos que nadie puede digerir tantos estímulos sin ser palabrista o constructor de móviles neocalderianos; sabíamos que, tal vez, no estaban predestinados el uno para el otro pero que, cuando se conocieron, se estremecieron todos los orígenes del cosmos y todos los asientos.
Como personas curtidas por la vida, ya habían pasado por la ingenuidad y la poesía adolescente, por la madurez y la sensibilidad, por el placer y la dicha, por la alegría y la felicidad, y todo eso les había hecho merecer ser como dioses en la tierra, sin perder la inocencia más profunda, ya que sus desengaños no habían afectado todavía al alma de los colores y podían sentir aún latidos de entusiasmo entre los días que se alargan con el cariño más atento de las manos perfectas.
Es cierto que él la miraba como si no pudiera creer lo que estaba viendo, pero también lo es que ella era tan maravillosa que le devolvía abrazos con los ojos. No negaremos que comieron juntos y que, desde el primer día, ella decidió que se debía brindar mirándose tierna e intensamente a los ojos; también está probado que la lluvia no perjudicó su primer café en el que aprendieron a descifrar sus palabras y a acompañarse con exquisita atención, ya que estaba cerca el hermoso delirio de las luces de navidad y recordaban los dos que los niños y los seres más deliciosos disfrutan incluso de lo que no puede entenderse. Comieron juntos y se dieron la mano en los postres, él le regaló entonces un puente sonriente para poder estar siempre en contacto. Poco después ella ya lo sostenía completamente y él le construyó un mundo alegre y dionisíaco, un Universo feliz y lleno de colores que quería ser la cartografía de su sonrisa espléndida. Desde allí pasearon juntos por el viento, se besaron como huracanes contenidos y se amaron como volcanes tiernos. Todo hacía suponer que aquel nuevo inicio sería recordado durante siglos y milenios, que los proyectos para vivir en un hexaedro minimalista con luz angelical sería acompañado de un traslado de todos los libros y discos y pañuelos para su cuello sensible y delicado. Todo apuntaba a una reunión definitiva del alma con el cuerpo, a un estallido general de la razón, al encuentro armonioso con Godot, a la lectura atenta de todos los cuentos y relatos; tenían tanto que vivir que ahora no había tiempo para escribirse demasiado, sentían tanto placer juntos que casi no había momentos para leerse; incluso su felicidad se reflejaba en aquella camarera tan atenta que les atendía siempre sonriente al lado del mar.
Y, sin embargo, algo no salió bien del todo, un exceso de atención, una sobredosis de dedicaciones... él no lo sabía, él no lo entendía, sólo lo sentía.
Alejandro recordaba el consejo de no excederse de Italo Calvino:
—Después de todos los excesos cometidos en épocas anteriores, en Polombia decidieron poner límites a la creatividad expansiva de algunos escritores y una ley limitó a una página al día -en claro homenaje a Flaubert- lo que podían escribir y publicar cada uno de los contadores de historias del país, que allí, como en otros lugares del mundo, se denominaban historistas, o grandes relatistas, y palabristas, según se dejasen guiar e inspirar más o menos por las musas del entusiasmo o por las de la ley de la razón. Y esto, evidentemente, no quiere decir que no hubiese más tendencias que las ya citadas, ya que también había ensayistas, poetas, guionistas, novelistas, comediógrafos, cuentistas, dramaturgos, descuentistas y hasta microrrelatistas y nanorrelatistas..
Al principio los partidarios de los grandes relatos, los historistas, se enfadaron muchísimo y pensaron que esa limitación no era más que otra forma de represión y censura; pero cuando entablaron conversaciones cordiales con algunas palabristas, se dieron cuenta de que, incluso, podría llegar a ser una ventaja, así no tendrían que detenerse a describir cosas que ya todos conocían por lecturas y experiencias anteriores, o bien por el cine, la tele o la publicidad directa e indirecta.
Las palabristas tampoco quedaron muy convencidas ya que, por principio, se dejaban conducir por la prudencia de la razón sintáctica y no abusaban prácticamente nunca de la libre disposición de las palabras -casi siempre al alcance de cualquiera-, por lo que consideraban que la ley era redundante y, al menos para ellas, absolutamente innecesaria.
Peor suerte corrieron ambos colectivos cuando a la semana siguiente el Ministro de Cultura Literaria ordenó que cualquier relato debería ser escrito al menos por dos escritores, uno de cada tendencia dominante. Eso fue todo un reto para ellos, acostumbrados como estaban a hacer lo que les daba la gana en cuestiones de palabras. De todos modos no tardaron en acostumbrarse a este nuevo capricho de la historia e hicieron de su necesidad de escribir algo parecido a un pacto entre virtudes opuestas.
Tal vez porque había que justificar el cargo, por abuso evidente de poder, porque era necesario poner algo de orden en el panorama de las letras o por cualquier otro motivo, entre los que no descartamos la pura ocurrencia o el repentino enamoramiento de algún alto cargo del Ministerio, no extrañó demasiado que, semanas después, llegaran nuevas imposiciones y restricciones legales; que si las historias que se contasen deberían ser siempre optimistas, que tenían que ser enérgicas y voluntariosas, que deberían difundir la alegre lucha contra el cambio climático o seguir haciendo el eterno menosprecio del éxito editorial y la alabanza de los relatos y blogs rurales.
A algunos escritores, muy comprometidos con sus propios desengaños, la orden de escribir en plan optimista era superior a sus fuerzas, por eso tuvieron que disimular con títulos vitalistas o neutrales su constante escepticismo sobre las cuestiones y relaciones humanas e, incluso, si existiesen, sobre las divinas y livianas.
Lo que no pudieron tolerar fue aquel edicto ministerial que les conminaba a saber siempre qué hacer con su pasado; eso fue la gota que colmó y desbordó el párrafo, el texto y hasta el vaso, lo que nos hace pensar que la gota debía de ser bien gorda y el asunto muy grave.
Hasta ese día cada escritor había hecho con su pasado lo que había querido, sabido o podido, unos transformándolo en memoria interesada, otros en imaginación poética, los más atrevidos traían el pretérito al presente más o menos impacientes, otros disimulaban como podían su inclinación a adorarlo o a perderlo de vista. Había pasados y casos para todos los gustos y, sobra decirlo, gustos para todos los escritores, y escritores para todos los públicos y...
Suele decirse, y no sin motivos: ¡lo que son las cosas!, y es cierto que podríamos repetir aquí que las cosas son, que van siendo como son, como nos parece que son y hasta como vamos haciendo que sean; y todo esto viene a cuento -nunca mejor dicho- de los tremendos trabajos que alguna escritora y algún escritor tuvieron que realizar para metamorfosear su pasado y convertirlo en fortuna de los dioses del jardín de Epicuro o en la agradable necesidad de tener buen tino para andar estas jornadas sin errar demasiado.
Ser hedonista no estaba prohibido todavía, por eso los dos protagonistas de esta historia tuvieron que hacer maravillas, cada uno a su manera, para no herir a los demás con el peso sobrehumano que se destila de la dicha, para sobrevivir a un pasado perfecto del que, sin duda, sería un exceso insinuar que no debería cambiarse ni una coma (ya que podrían cambiarse al menos algunos paréntesis para hacerlo todavía mejor). Los dos consideraban que aquel Cántico Espiritual vivido era una de las cimas de su inesperado idioma, los dos lo conocían y sabían interpretar las preguntas del alma enamorada, pero tenían mucho cuidado en no utilizarlo como arma arrojadiza ni mostrar el terrible enfado de San Juan de la Cruz, literaria y literalmente Santo, cuando se siente tan perdido en el divino y complicado juego del escondite que te deja clamando.
No es malo mejorar, sino creerse mejores, solía decir Rousseau; no es malo saber algo, lo malo es creerse superiores, decía él, pensando que, al menos en su caso, no había peligro de exceso de orgullo ni de soberbia, porque lo poco que había aprendido, por simple acumulación, y que había formado un ligero barniz interior, se estaba desmoronando en una especie de liberación verborreica por falta de la fecundidad vital adecuada, de las ausencias del movimiento o de las palabras que ya no iban por él pasando ni mil y una gracias derramando. El gozo infinito que vivieron era ahora un divino recuerdo para ellos, un agradecimiento constante para él que, en algunos momentos, se encontraba mucho más débil de lo que quisiera reconocer ante cualquiera e incluso ante sí mismo, y eso suponiendo que él fuese algo parecido a sí mismo, cosa harto complicada de comprobar y hasta imposible, como insinuó, también con gran fortuna literaria y filosófica, el gran Heráclito de Éfeso. Es posible que él haya cambiado cuando hayamos escrito todo esto, y ante las posibles preguntas de los pocos, escogidos y queridos lectores sobre si esos cambios serían para mejor, no podemos más que insinuar que los tiempos, como las ciencias, adelantan que es una barbaridad, y que él, aunque aparenta ser muy formal, alberga en su interior suficiente caos y deseo como para crear millones de mundos que compongan miles de universos que puedan constituir un Cosmos copiado al pie de su letra, siempre redondeada y sensual.
Es necesario advertir a cualquiera que desee imaginar desarrollos alegres con finales dichosos, que no parece estar ahora el horno preparado para estos laberintos y, por lo que conocemos de los grandes escritores del pasado, no es prudente lanzar felices augurios al aire en nuestro caso, ya que los noemas no se amelan como desearían ni las ramas de los árboles navideños se alabean como sería menester en este asunto.
No es inverosímil ahora recordar e imaginar que nuestro escritor más grande haya comenzado su obra maestra queriendo olvidar el nombre del lugar de la gran mancha o que otro jugase con el telescopio y el hielo recordados muchos años después frente al pelotón de aspavientos o que un tercero hubiera imaginado ciudades indiscernibles en las que se hubiera podido vivir hasta el amor más invisible, o que otro, al bajar una escalera, encontrase el aleph de la Gran Biblioteca en la que estaba todo escrito y en la que, por nada del mundo, los que esto escriben quisieran entrar y saber, ya que si en este estado y condición la vida no nos ofrece las recompensas a las que aspiramos, no queremos imaginar la frustración que nos causaría leer y saberlo todo y quedarnos sólo en eso, en haberlo sabido y leído todo, sin vivirlo, sin celebrarlo, sin respirarlo, sin sentirlo, sin acariciarlo, sin transformarlo en Mayúsculas y en Colores de la Existencia.
El escritor que no sabe terminar su relato, ni despedirse, seguramente sigue siendo un ser inmaduro, incapaz de aceptar que casi todo lo bueno se acaba y que la ausencia perdura; que los ríos van a dar a la mar, que es el vivir sin amar; que dos menos dos no deberían ser cuatro y que por eso no nos interesa restar ni dividir; que no toda la vida es bella, pero que podría hacerse mucho más en la realidad; que tal vez tuviera razón Aquiles, antes de operarse de la rotura de su famoso tendón, cuando decía que los dioses nos envidian porque para nosotros cada momento es único e irrepetible. Pero qué laborioso es seguir esperando esos momentos y seguir viviendo con zapatillas y con televisión, aunque sepamos que no se pueda salir indemne del hermoso contacto con un ser superior. Y el escritor, siempre verde o pocho, no acierta a despedirse ni a alejarse y se queda, así, amando y bien amado, en estado de gracia, aunque con una dificilísima falta de sintonía con lo que la mayoría diría que es la vida real. Y es que la devoción no suele permitir fácilmente la analgesia del cuerpo ni la serenidad del ánimo.
El resto es silencio de segunda mano, palabras gastadas y un estar absurdamente alegres y un verse dominados por unas ganas infinitas de reír, de reír como nunca se ha reído antes de ahora, como si se quisiera regalarlo todo y empezar de nuevo en un paraíso terrenal donde no sea necesario ni vestirse, ya que la amable brisa es cálida también en la noche y el mar es dulce y todo aparece vestido de su hermosura.
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