Federico, en un arrebato de furor dionisiaco muy amable, les dijo que no debería existir Ni en un sueño más.
—Termina la reunión y todos van saliendo con el estilo desenfadado que se adopta en estas circunstancias, es casi el final y tienen ganas de bromear.
Quedan para verse en la cafetería, pero allí no se ven.
De repente todo el pasillo está lleno, se buscan en un edificio abarrotado de personas, las clases se han terminado y todos parecen ir hacia la salida.
Se buscan en el aparcamiento, algo despacio, sorteando estudiantes, no se ven, él se adelanta, llega al lugar donde debería estar y observa que estás en la calle exterior al recinto, dentro de su coche redondeado, dando marcha atrás; le haces señas para que le siga.
Él va corriendo a su despacho, abre la puerta y observa ropa usada tirada, hay camisas encima de la mesa, algunas en los armarios, desconoce cómo han llegado hasta ahí, suele ser ordenado; tiene que vestirse bien, una camisa limpia, una chaqueta y, antes de salir, tiene que despedirse con cierto protocolo del director, que lleva una extraña chaqueta confeccionada con partes de telas de diferentes colores, y de otros profesores de la Universidad. Evidentemente, y por ser amable y educado, entre las sonrisas de todos, le dice que está muy elegante, y eso debe repetírselo a todos, a pesar de la prisa que tiene.
Busca su teléfono móvil en el bolsillo del pantalón y se encuentra con uno que no es el suyo, es de un extraño color dorado y con un diseño plano y rarísimo. No lo reconoce, no sabe cómo se usa, además está apagado; lo manipula, se enciende y de repente aparece conectado a internet, aparecen extractos de correos electrónicos que no entiende ni reconoce como suyos. Después se convierte en un MP-3 mucho más pequeño, no puede llamar ni localizar a nadie, tampoco escucha música.
Sale a buscar su coche que, en teoría, debería estar en al aparcamiento, pero ahora lo ve en otra zona de la ciudad, de alguna extraña manera puedo visualizar su posición como si sobrevolase el plano o una fotografía aérea.
En sus manos aparece una gran lechuga, una coliflor y varias hortalizas grandes; parece que debe llevárselas de regalo. Intenta correr por las calles para llegar al coche, sabe dónde está, pero sus movimientos cada vez son más lentos, ridículos e impotentes.
Pasa al lado de tres chicos que se dedican a repartir verduras con mucha desgana, bromean entre ellos, en teoría tienen que ponerlas en un remolque, se ríen de su propia pereza. Ni siquiera se fijan en él y en sus extraños intentos de avanzar sin moverme apenas.
Intenta seguir corriendo, cada vez el aire es menos fluido y sus movimientos más lentos, una rara densidad le impide caminar. Se empuja a sí mismo, parece que tiene artrosis o dificultades gravísimas para avanzar. Anda de lado, retorciéndose, sin dolor, hacia atrás ahora, está en el suelo y se empuja de espaldas con las piernas como si resbalase sobre una tapa de plástico, se desvía hacia las aceras y las casas. Mira a ver si vienen coches por la calle, es de noche, todos los coches están aparcados.
La calle cada vez es más larga, un extraño efecto óptico la estira, le estará esperando y nunca llega a moverse ni logra acercarse al lugar donde está aparcado su coche.
Se has ido y no puede alcanzar nada ni en sueños.
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