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martes, 8 de noviembre de 2011

A LA ALTURA DEL AIRE-5

El primer día Luz les dijo:
— Sabemos que todos pretendéis crear historias imposibles, sin fisuras ni lagunas, sin costuras, sin contradicciones y sin incoherencias, que a la vez sean suficientemente hermosas. Una especie de creación activa con un lenguaje que debería ir haciéndose sobre la marcha para imaginar y crear lo todavía no creado, para inaugurar sentidos nuevos, para interpretar como artistas desbordantes de alegría la vida nueva y así superar el sacrificio y fundar un nuevo estado de vitalidad que produzca una deriva emocional de los sentidos y seguir a Wittgenstein en el desarrollo de esa idea de un libro tan bello que, si existiese, estallaría.
Sabemos que lo más difícil es cuando no sabes ni lo que te apetece, cuando dudas sobre lo que quieres hacer en cada momento, cuando nadas en ambigüedades y desconoces incluso lo que más deseas... y peor aún cuando no te satisface lo que te gusta, por ejemplo, el orden que precisas después de una saturación de caos.
Sabemos que estáis aquí por haberos acercado demasiado a la Belleza; ya nos lo había dicho a todos Rainer María Rilke en su Primera Elegía de Duino:
“Pues lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible, que apenas conseguimos soportar, y lo admiramos tanto porque, serenamente, desdeña destruirnos”.
También sabemos -y con esta palabra queremos decir: suponemos, imaginamos, sentimos, nos parece...- que esa belleza os iluminaba, pero que vosotros, tal vez por ser de ojos claros, os sentíais deslumbrados, como si hubieseis perdido toda capacidad para juzgar aquel hermoso acontecimiento, como si estuvierais asistiendo a la consagración definitiva del mundo y -ahora sí, en aquel mismo instante y para siempre- existiese la perfección. En ese éxtasis no era necesario el pensamiento, la vida se había elevado a tal grado de esplendor que ya sólo necesitabais contemplar.

Por eso quiero que escribáis, con tiempo y con calma, lo primero que os pase por o lo que tengáis ya escrito; dejad que se suelte todo lo que tenéis atado dentro.

Al día siguiente fue Simón, el santo, el primero en leerles a todos los demás su historia de LA CHIMENEA:

—“En medio del gran bosque, y a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana, había quedado abandonada una chimenea de más de cien metros de altura; afortunadamente todavía tenía las escaleras de hierro en buen estado, sólidamente fijadas a su estructura y, en los días atrevidos y felices él ascendía hasta el balcón superior. Le llevaba una media hora llegar hasta la máxima altura, donde soplaba unos días una ligera brisa y otros un viento muy fuerte. De todos modos siempre era interesante despegarse del mundanal ruido, alejarse de la rutina, evadirse de la realidad del suelo, desvanecerse en el aire, superar la niebla terrestre, cansarse para superar la insuficiencia poética cuando la vida parece tan falsa o tan fácil.
En medio del bosque selvático, a cientos de ciudades de distancia de los habitantes más cercanos, había quedado libremente perdido a los pies de aquella espléndida torre de hormigón armado, último vestigio de la última fábrica del planeta. En los días soleados, e incluso en algunas noches en las que la Luna se acercaba de forma cariñosa, subía a tocar el Cielo, a mirar a lo lejos, a contemplar el bosque, a escuchar los sonidos de la lejanía o a volar sus cometas de colores.
En medio de su compañía, y a cientos de personas de la comunicación más cercana, había decidido acampar en la base de aquel cilindro que se perdía en las alturas; no es que recordase el cuento del haba mágica ni que esperase milagros de crecimiento; pero eso de ascender y subir y crecer y elevarse le había embriagado el ánimo de tal modo que vivir sin esos excesos ya era para él algo inconcebible e insoportable.
Lo mejor fue el día que se le ocurrió subir una escalera hasta la cima, para superar su propia marca; o el día en que se rió de sus propios intentos de nombrar lo indecible de las alturas; o cuando escuchó la frase: "mi amiga se casó con un potente insecticida"; o cuando la seriedad se hizo dichosa, la gravedad alegre y la edad liviana.
Sabía que era ridículo subir para volver a bajar, que era patético tanto esfuerzo para regresar al origen -y eso suponiendo que supiera lo que es el origen-, que podía parecer bochornoso su cotidiano fracaso. Pero para él cualquier cosa que hacía con entusiasmo era sagrada, lo que quería hacer con todas sus fuerzas era mágico o poético, como cuando la Luna se instalaba a su lado y le hablaba en su lenguaje mudo, sólo con luz reflejada.
Fue hermosa la noche en que les dijo que no era Luna, sino Luno y que estaba enamorado de la Estrella Celeste y, como no podía creerlo, le mostró que no tenía luz propia y que, incluso, a esa inmensa y astronómica distancia, seguía recibiendo con generosidad los rayos de luz de su estrella calderiana. Cuando le preguntó cómo podía resistirlo, Luno le explicó que la gracia no residía en alcanzar y tener todo lo que uno desea y necesita, sino en merecer ese fragmento de luz cada día y en sentirse así casi vivo; en mantenerse en el género, en la especie, en la órbita y en la condición en la que habías comenzado, que era inútil empeñarse en ser estrella si no tenías luz propia. Según Luno tampoco era tan fácil ser estrella soleada y brillar todos los días y conseguir con tu esplendor todo lo que quieres; el trabajo difícil consistiría entonces en distinguir, entre tanta claridad, a quienes agradecen sinceramente la luminosidad y el calor y diferenciarlos así de los que sólo persiguen aprovecharse de las ventajas y de los beneficios de una energía tan radiante y solar.
No lo entendía todo pero, poco a poco, se hicieron amigos y así, entre los dos comenzó una historia de homenajes continuos. Así eran y así se sentían radiantes, se lo daban todo, nada vivían sin compartirlo y sin contárselo con entusiasmo; Luno lo sanaba en parte, y lo embellecía con sus mensajes de luz delicada que recibía con una sonrisa. Si tuviera que elegir seguramente se haría lunótico.
Así llegó a imaginar a las hadas, a las ángelas, a las princesas y a las diosas.
Después llegaron las aves.”



Miguel, el escritor, se animó y leyó uno de sus miedos:

—“Me creía las novelas al pie de la letra, pensaba que todo era real, que punto por punto se irían cumpliendo planes, deseos, ilusiones y proyectos, que construiríamos un mundo en un lugar con vistas privilegiadas, que nuestras manos serían sabias, que el mundo disfrutaría con nuestra alegría y que seguiríamos escribiendo cuentos y más cuentos y que nos los creeríamos todos, de uno en uno, todos y cada uno, hasta la última coma, al pie de cada letra, en cada nota a pie de cada una de sus páginas y que hablaríamos y escribiríamos con la máxima pasión, intensidad, entrega y espíritu de verdad como si fuera lo último que nos dejasen hacer antes de desintegrarnos.

Por ejemplo:
“Al principio no podíamos creerlo, nos asustaron cuando dijeron que todos las vidas se podían clasificar en tres tipos: subordinadas, coordinadas y libres.
Era sorprendente escuchar que las subordinadas, a su vez, podían subdividirse en varias clases más, según estuvieran subordinadas al espacio, al tiempo, a las apariencias, al deber, a las redundancias, a la riqueza, a la fama, al honor y a los demás.
Que las vidas coordinadas se subdividiesen en varios grupos, de contigüidad, de pura coincidencia, de proximidad, de ambigüedad, de alineación, de compañía y de amor, ya no nos asombró tanto.
Y que las libres fuesen las más difíciles de clasificar nos pareció hasta sensato, ya que podían ser cambiantes, creativas, inclasificables, infrecuentes, innumerables, maravillosamente raras y agraciadas sin límite.
Se nos ocurrió pensar que alguien podría vivir una vida de amor en un lugar y tiempo determinados que a la vez fuese creativa, cambiante y agraciada, o mil combinaciones más que no sabíamos si eran o no excluyentes. Cuando alguien ya no sabe vivir, al menos puede dedicarse a inventar alguna locura para que los que todavía están vivos disfruten y se animen más”.



Alejandro, el escultor, se atrevió a hablar y nos habló de Las torres más altas:

—“Y teníamos que construir torres más altas, para que se cayeran y así aprender lo que es el eterno retorno.
Y teníamos que escribir palabras para olvidarlas y así dejaríamos de confiar tanto en los recuerdos.
Y volar entre nubes ingrávidas para despertar solos y volver a buscarnos.
Y vivir en el grado más superlativo para empezar de cero.
Y, si hay que caer, caer siempre en el aire”.

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