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martes, 8 de noviembre de 2011

A LA ALTURA DEL AIRE-7

El segundo día intervino Federico, el filósofo. Empezó disculpándose:

—“Ya sé que es una frase grandilocuente, pretenciosa, solemne y vacía y que además es muy zaratustriana, pero algo me dice que debe tener algún sentido: “El ser humano es una cuerda tendida entre la vida y el universo”. Así somos nosotros, pobres diablos que se sostienen con dificultades de una cuerda frágil, erosionada y resbaladiza, que a duras penas saben ya lo que es vivir.
Por eso quería contaros que a mí también me ha pasado lo mismo, también vivía como si fuese posible la alegría en cualquier parte y en cualquier momento, como si la felicidad fuese connatural a todo el mundo y como si el placer estuviese siempre al alcance de la mano. No ignoraba que también se abrían abismos hacia arriba, que había acantilados inversos que te elevan hasta alturas y dimensiones inverosímiles de las que es casi imposible regresar. Tal vez por eso sigo en el aire y no me atreva del todo a ser realista y, si me caigo, siempre me quedo en el aire, a unas millonésimas de milímetro del suelo”.



Luz interviene y les comenta que sería bueno crear algo de orden y concierto en sus intervenciones, que no deberían limitarse a emitir sus monólogos solipsistas, que de su encuentro tendría que surgir una nueva perspectiva sobre el mundo.



Alejandro intervino de nuevo:

—“Creo que estaría bien reelaborar el mito de Sísifo, seguiría siendo hijo de Eolo y estaría agotado de empujar durante milenios la enorme piedra esférica montaña arriba, pero en nuestra versión un día miraría hacia el cielo y observaría a Ícaro, hijo de Dédalo, cansado también de probar todas las formas de pegar sus alas para acercarse al sol y ver como siempre se derriten y se desprenden los hilos y las plumas y cae a tierra. En ese momento se mirarían.
Sisícaro podría volar sin ascender demasiado, sin peligro de elevarse hasta el Sol, porque debería cargar con su roca; es como si la resistencia fuese necesaria, como si esta fuese la última oportunidad para los dos, pero con una condición: deberían respetar su metamorfosis y no olvidar ya nunca más el grave peso del vuelo ni la ligereza de la piedra”.



Sebastián, el músico, intervino algo airado:

—“Es demasiado, tampoco tenemos que ponernos tan solemnes y tan sublimes. No podríamos decir simplemente: “Me encanta haber viajado contigo a ese lugar de máximo disfrute, lleno de colibríes y al que se llega por nuestro puente sonriente”.
Ya sabéis que no todos los días se puede entrar en P y que el acceso tampoco está permitido a todo el mundo; en realidad, si queremos ser sinceros, tendríamos que decir que es un mundo del que sólo dos personas tienen las llaves y que sólo se abre cuando los dos quieren entrar de nuevo y regresar a su origen.
Parece como si todos hubiésemos sido expuestos a excesos de radiación vital, como si la única opción fuese blindar nuestras almas e incorporar los últimos adelantos en la lucha contra incendios afectivos, y otros sistemas que servirían para reducir riesgos espirituales y detectar cualquier modificación que pudieran alterarlas. Es como si no hubiéramos dudado. Tendríamos que instalar en nuestras mentes variómetros sofisticados capaces de registrar hasta las más leves oscilaciones de una pequeña emoción, anemómetros para saber cuándo deberíamos apagar los movimientos, antes de que el apasionado vendaval desarticulase todos nuestros mecanismos de defensa; calculados termómetros de acalorados sentimientos, barómetros para localizar las altas presiones y todos los sistemas imaginables para defenderse de los dioses inclementes. Así, rodeados de monitores y pantallas, de registros y relojes, de detectores y medidas, empezaríamos a sentirnos más tranquilos y así es posible que pudiéramos seguir nuestra previsible e insignificante vida entre latidos indetectables”.

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