Federico sigue con su guión:
CIERRA LENTAMENTE LOS OJOS
—Dicen que el nombre de Polombia se lo debemos a una niña pequeña de cuatro o cinco años que, con su prodigiosa fantasía -que espero que sus profesores y el sistema educativo no hayan apagado y malogrado del todo- creaba palabras nuevas en su casa para regocijo de sus hermanos mayores, de sus padres y de su tía, que era escritora y palabrista, es decir, que jugaba a hacer equilibrios con las palabras.
Muchos nos reíamos inventando cómo sería ese cálido Imperio, si sería un Reino de pura imaginación o una República real situada en algún punto intermedio entre Amúropa y Eumérica; a ese lugar, estado y condición referíamos toda suerte de bendiciones, goces, placeres, alegrías y felicidades de todo tipo. En aquel tiempo todavía era posible imaginar y reír al mismo tiempo. Así eran las cosas en el Universo de la Dicha.
A cada uno hay que concederle lo que se le debe y corresponde, lo que le pertenece por derecho propio, por eso hemos empezado reconociendo con profundo agradecimiento el origen de la palabra que da nombre a nuestro territorio, tan ficticio como real, tan utópico e ilusorio como figurativo, en el que transcurrirá parte de nuestra historia. La que comienza cuando llegó a nuestro conocimiento que en el territorio de Polombia eran posibles todo tipo de sueños imposibles, y eso, evidentemente, era y sigue siendo algo tan maravilloso y atractivo, que no nos podíamos contener ni dejar de contarlo.
Al principio pensamos que Polombia debería ser un Reino encantado, un país de las maravillas más afortunadas, un esmerado lugar que compartiese todas las virtudes del Jardín de Epicuro y del Jardín de las Delicias de El Bosco. Pero también éramos conscientes de que aquello podía ser exagerado. Tantos bienes poéticos, tantas fantasías realizadas, tanto bienestar celeste podían poner en peligro nuestros peculiar mundo de Yuppi y hasta nuestra ya precaria estabilidad mental. Por eso rebajamos muy pronto nuestras pretensiones iniciales de crear un mundo perfecto y nos conformamos con una utopía amorosa más o menos irrealizable.
Polombia era entonces, en el momento de nuestra historia, en el siglo I d. d. C., un país paradisíaco, lleno de bosques naturales y poblado por miles de especies de animales y de aves, las más abundantes eran los colibríes, los había de todas clases, desde el zunzuncito o elfo de las abejas hasta el colibrí espada, pasando por el colibrí ruiseñor, el rojizo mexicano, el colibrí golondrina y el rutilante, el colibrí topacio y el rubí, el caribeño y el coqueta adornada y también el adorable, el portacintas piquirrojo, el colibrí insigne y el esmeralda bronceada, el amazilia amable y el de Sibila, el cometa y el colibrí hada oriental, el admirable y el ardiente... en fin, que entre los magnolios, las orquídeas y los colibríes aquello parecía más un paraíso mágico que uno simplemente terrenal.
Los habitantes eran pacíficos y sonrientes, tan amables y educados que llamaban la atención de todos los visitantes; cuando llegamos nos recibieron con las sonrisas más sinceras y cordiales que pueda imaginarse; nos invitaron a sus casas y fueron tan atentos y complacientes que todavía hoy, años después, no sabemos muy bien cómo agradecérselo.
Acostumbraban a ser refinados y, después de una larga y variada evolución cultural, llegaron hasta el más exquisito y humilde de los minimalismos, valorando sobre todo lo que siendo muy sencillo lograba expresar todo el alma del mundo. Un poco zen nos parecieron al principio sus jardines de piedras blancas y de agua, después nos explicaron que en realidad eran esquemas de sus vidas, que pretendían ser puras y plácidas. Pintaban hermosos cuadros para adornar sus estancias y en los techos casi siempre colocaban alguna versión de los móviles calderianos, siempre tan inocentes y tan cálidos como alegres y sonrientes.
Apenas trabajaban, sólo se dedicaban a lo que más les gustaba, cuidarse unos a otros, sorprenderse con magníficos regalos que, siempre debían cumplir una condición estricta que a muchos puede parecerles extraña, no podían costar dinero alguno. Y así se regalaban lecturas de relatos con finales sorprendentes, besos buscados, no furtivos, y abrazos sinceros, saludos en idiomas desconocidos para ellos, poemas sinfónicos para formar tardes perfectas, canciones que acunaban, músicas para el amanecer del alma, ramas alabeadas que descubrían en sus frecuentes paseos por el bosque, excursiones a las cascadas de agua y luz más alejadas, experiencias místicas deseadas, sonrisas perfectas, cariños indecibles, atenciones humanas, amor a manos llenas, placeres envolventes, miradas embelesadas... en fin, cualquier cosa que encontrasen en su curioso quehacer cotidiano.
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