De la primera parte y de mí no diré nada, pero sí puedo contaros aquella extraña y caprichosa acumulación de azares divinos que nos hizo coincidir en tan raras circunstancias. Hablaré de mi amigo, el dios que nos recibió, el más humilde de todos los dioses, el que ni siquiera de la eternidad gozaba, pero el que albergaba la mayor disposición para la alegría que he conocido en mi vida; el más enérgico y el más desamparado, el más fuerte y el más indefenso, el más dotado para la felicidad y el que tenía que convivir con la inercia más apagada y confusa.
Doy por hecho que todo el mundo sabe que es posible olvidar a una mujer o a un hombre, que es un milagro superar la pérdida de un ángel y que es totalmente imposible olvidar a una diosa o a un dios; y a mi amigo, el semidios, las musas le habían enviado a la diosa más bella que pueda imaginarse. En fin, que estaba perdido y él lo sabía, por eso lo llevaba con la mejor sabiduría posible, una mezcla curiosa de serenidad budista, de hedonismo latente, de simpatía natural, de curiosidad insaciable y de potencia adormilada. Para cualquier observador casual podría parecer casi feliz, atrevido y dispuesto a decir “SÍ” a casi todo lo que significase vida, aventura, oportunidad, desenvoltura o simplemente un paseo. Pero en las más luminosas profundidades de su intimidad, donde ni a mí, en teoría su mejor amigo, dejaba llegar, se podía adivinar un paisaje desolado a veces, una vida parcialmente desaprovechada, la falta del estímulo necesario y absoluto.
Podía parecer un fundador de una nueva religión sin nada que anunciar, sin revelación, sin cielos ni nuevas auroras que anunciar. Aunque él insistía en que no quería caer en el mensaje de Samuel Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Para llenar su vida y aparentar que tenía sentido se llenaba de un cúmulo incesante de actividades, tan pronto leía como escribía, dibujaba o pintaba, otras veces hacía esa especie de artefactos escultóricos tan calderianos como nietzscheanos y heraclitianos. Su filosofía, si puede llamarse así a sus cavilaciones, sería la de un hedonismo utópico; no la de un egoísta conservador y cínico que sólo se preocupase por sí mismo y sus placeres, él pensaba que toda la humanidad tiene derecho a ser feliz, a vivir bien…
Pero, “¿a quién pretendo engañar?”, se preguntaba; “creo que me veo en la obligación de ser sincero, nunca he entendido nada, nunca he comprendido bien el mundo, la vida, las cosas, aunque fueran sencillas y totalmente simples. No debo ser un lince en las relaciones humanas, como mucho puedo repetir y exagerar alguna posición escuchada por ahí que a alguien, con buena intención, le puede llegar a parecer que algo se ha explicado.
Mi escepticismo no es para presumir, me da lo justo para andar por casa y soportar los quebrantos y las preocupaciones de cada día. También dudo del interés que pueda tener lo que voy a contar, nunca se me dio bien hablar y captar la atención de los demás”.
En cualquier caso, y avisados ya todos los posibles lectores que pudieran esperar o quisieran hallar aquí algo inteligente de que no van a encontrarlo, es preciso que se cuente, dentro de nuestras limitaciones y de nuestra dudosa memoria, lo que ocurrió aquellos días en los que el aire llegó a su máxima altura y se podía respirar en la Luna, en los anillos de Saturno y hasta en el interior de los volcanes.
No me preguntéis cómo llegaron allí ni por qué eran todos hombres dedicados a eso que en siglos anteriores llamaban con propiedad “Arte”. Simplemente hacía las funciones de algo parecido a un secretario. Ellos llegaban, hablaban, teorizaban, escribían; mientras ellos se manifestaban, se exhibían y exponían sus posiciones, se limitaba a tomar nota de sus nombres y ocupaciones, guardando los textos que se intercambiaban y así, acumulando estas situaciones, se llenaron los archivos de Polombia.
Cuando recuerdo aquellos días no sé qué palabras debo usar, su sistema emocional casi se había consumido y apenas podía sentir una millonésima parte de lo que la vida daba de sí. Dormía y comía regular, vivía con pocas ganas, leía con cierta ansiedad, sin embargo recordaba excelentemente bien lo que más le interesaba. Tampoco se sabía si esto era lo que más daño le hacía o lo que todavía lo mantenía en pie. Tampoco servía de mucho averiguarlo. Lo que sí se notaba es que de repente la vida llegó a ser para él la única garantía.
La persona que dirigía el tratamiento en aquel enorme y extraño palacio se llamaba Luz y todos confiaban en que, al menos, los iluminase de alguna manera. Nueve personas habían acudido voluntariamente a aquel raro primer y único encuentro de perplejos escépticos y bastante inseguros.
Un escritor, Miguel, perdido en el lenguaje, creía en el poder de las palabras, todavía. Su nombre parecía un claro homenaje a Miguel de Cervantes. Había nacido en Sevilla y navegado por algunos mares desconocidos; su juventud había sido una primavera radiactiva, amó todos los ideales de la época y, mientras escribía, a veces escuchaba las arias de Haendel sobre la libertad, el amor y la poesía. Era ingenioso y se le ocurrían nobles historias sobre la amistad. Esperaba alcanzar un día de nuevo la extraordinaria órbita de la alegría.
Un pintor, Juan, que soñaba colores nuevos o deseaba que no existieran algunos de los que actualmente están en el mundo. Su nombre parecía una referencia clara a Joan Miró; había nacido entre las estrellas y su vida era ascendente y llena de sorpresas; pintaba nuevos horizontes y estrellas más altas, pero lo que más amaba era el amor por todos los años deseados. Trabajaba incansablemente en una nueva constelación de sonrisas, creaba mundos ingrávidos y llenos de vida; quería vivir tanto y tan lejos como fuera posible.
Un escultor, Alejandro, que quería flotar en el espacio, como Alexander Calder. Nació entre los indios aborígenes en contacto con la tierra y eso fue el prólogo de sus mejores emociones de indígena. Se había declarado libre e independiente de la ley de la Gravitación Universal, por eso amaba las ondas del aire y las olas y trabajaba con alegría recién estrenada doblando aceros con un optimismo que acariciaba el aire. Buscaba la armonía de las formas redondeadas y, sobre todo, lo que más deseaba era la abundancia de las risas en todos los mundos.
Un músico, Sebastián, que parecía vibrar y estremecerse en los silencios de la música de Juan Sebastián Bach. Nació en El Bierzo, cerca de los anillos de Saturno, conoció sonidos imposibles y era capaz de romper el aire con su pasión exagerada. En el esplendor de un cariño prolongado hacía composiciones de matemáticas sonoras, armonías celestiales para ascender al Everest de los enigmas. Uno de sus proyectos más sensatos era enseñarles a los dioses las mejores y más graciosas melodías.
Un arquitecto, Óscar, que amplíaba el lujo del espacio, como Oscar Niemeyer. Había nacido en Brasil y en ese aire jugaba mientras hacía castillos de arena en la playa; siempre se sintió libre de preocupaciones, en el epicentro de la felicidad dibujaba curvas que se construían con almas de hormigón. Vivía en medio de un delirio de formas dionisíacas que los dioses admitían como racionales.
Un bailarín, Ignacio, que se mueve soñando, con el mismo estilo que Nacho Duato. Al nacer en el aire decidió seguir flotando en un jardín de ailantos (árboles del cielo), magnolios y mimosas. Se movía por todos los puntos cardinales y amaba la vibración de los violonchelos. Se mantenía alejado de las informaciones en medio de una felicidad desgarradora; soñaba con menos gravedad y saltar sin pértiga por encima de sus sueños.
Un cineasta, Luis, atrevido con la dinámica de las imágenes, como Luis Buñuel. Volvió a nacer en el surrealismo, en un presente intemporal de serena plenitud; vivió rodeado de poetas y de pintores alucinados, soñaba con extender la vida hasta el final del horizonte esférico. Miraba la belleza y la dejaba pasar, de la vida sólo le interesaba su ociosa capacidad para volar y soñar finales distintos a los de la miseria, la explotación y la crueldad.
Un filósofo, Federico, como Friedrich Nietzsche, que sabía pensar todo de nuevo y seguía siendo partidario de llegar a ser como los héroes desbordantes de alegría. Nació con toda la vida por delante en un monasterio budista-hedonista zen, jugó con las creencias religiosas, amó a la mujer más independiente de su época y, por eso, lo que podría olvidar es infinito. Esperaba un mundo a la medida de sus sueños.
Un santo visionario, Simón, como Simón el estilita, que vivía encima de una chimenea abandonada y que pensaba que el sentido no estaba en el mundo exterior, que lo creamos nosotros y que se inicia cuando algo nos toca el alma. Nació en los Picos de Europa y siempre le gustó subir y trepar por las peñas y los montes. Ingresó en un monasterio en el que vivió su alegría ascendente con el rigor necesario, después se refugió en una cisterna seca y en una cueva en la montaña. Amaba la vida contemplativa y la serenidad del alma encendida. Ascendió a una columna de 5 metros de altura que pronto le pareció insuficiente, se pasó a otra de 8 y al final a una de 18 metros, donde pasó 45 años subido a la vida .
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